Cuando Ángela tuvo que soltar el acelerador del automóvil por décimo quinta vez en un tramo de cien metros, comenzó a replantearse las razones que la habían llevado a salir de casa en hora pico.
—Qué lástima que yo manejé la última vez —dijo Nero, interrumpiendo la melodía simple que había estado silbando—. Me habría encantado zambullirme a mí y a mis frágiles nervios en este infierno metálico de carretera.
—Ah, soy incapaz de imaginarme el profundo e inacabable dolor que debes estar sintiendo en estos momentos.
—Como no te das una idea.
La sonrisita divertida de Nero contrastaba casi poéticamente con la cara de perros de Ángela. Entre el embotellamiento, su poco humor característico de las mañanas tempestuosas y el comportamiento irritable de su guardaespaldas, podría haber echado a éste último de una patada del auto. También podría haber cambiado el clima o teletransportarse a su destino, pero esas opciones permanecían oscuras para el avance tecnológico de la humanidad y, por extensión, para ella; al menos de momento, claro. Sea como sea, sus posibilidades reales se resumían en bufar, insultar al aire, o agarrárselas con Nero… o una combinación de todas las anteriores.
—Comenzaré a tomarme taxis, como todo el mundo hace. Lo juro. Esto es insoportable.
—Oh, ¿y dejar a esta belleza oxidándose en el estacionamiento? —murmuró Nero, haciendo un puchero—. Al menos ten la consideración de regalármela, así no sufre semejante soledad, pobrecita.
—A todo esto, ¿no tienes algún medio de transporte propio?
—¿Para qué tenerlo? Soy una sombra en relación de dependencia: si tú sales, yo salgo. Si tú no sales, yo no salgo. No necesito coche.
—¿Y en Portland? ¿Andabas en bicicleta? —ironizó.
Nero chasqueó la lengua, lanzándole una mirada de reojo mientras sacaba un cigarro. Ángela percibió sus movimientos y bufó sonoramente, cubriéndose mejor el cuello con la bufanda.
—Anda, ya puedes hacerlo.
—Me alegra ver que nos entendemos —canturreó Nero, divertido, para luego bajar su ventanilla y expulsar el humo fuera del coche—. Y respondiendo a tu pregunta, tenía un auto, sí; pero se lo dejé a mi hermano.
—¿Él se quedó allí?
Nero frunció el ceño mientras le daba una calada a su cigarro. Demasiadas preguntas.
—A todo esto, ¿a dónde estamos yendo? No me dijiste nada esta mañana, simplemente apareciste y me arrastraste hacia el ascensor. —Sonrió de lado—. Pensé que por fin te habías resuelto por divertirnos juntos, pero veo que no… A menos que aquí en Manhattan los love hotel abran veinticuatro horas.
—Papá me pidió que retire unos documentos en un lugar —respondió en tono neutral, haciendo caso omiso a los intentos de Nero por molestarla—. Aquí es —indicó, aparcando y quitándose el cinto de seguridad—. Espérame en el coche, no tardo nada.
Y como una exhalación, desapareció. Nero obedeció; considerando lo ocurrido el sábado por la noche, no consideraba apropiado seguir yendo contra la corriente. Aunque las cosas entre ellos parecían haber vuelto a la normalidad y ninguno de los dos había mencionado nada acerca del incidiente, Nero sabía reconocer cuándo no era momento para transgredir ciertos límites. Mientras esperaba encendió la radio, puso una estación de música decente, se relajó en su asiento y siguió fumando su cigarro con tranquilidad. Repasó visualmente el lugar al que Ángela había ingresado: era un consultorio de psiquiatría y psicología clínica. ¿Qué asuntos podían tener allí? Bueno, Nino Borgia era uno de los presidentes de Industrias Exodus, una de las compañías farmacéuticas más grande de los Estados Unidos; podía tener infinidad de asuntos con un consultorio.
Unos veinte minutos más tarde, Ángela salió y volvió al coche, dejando su cartera en el asiento trasero. Nero la vio hacer de reojo, fingiendo despreocupación.
—¿Ya está todo?
—Casi —respondió Ángela, encendiendo el motor—. Ahora iremos a la empresa así le entrego esos papeles a papá, y luego a Central Park.
Nero maldijo mentalmente. No tendría oportunidad para revisarlos.
—¿Central Park?
—Sí, ¿recuerdas al paparazzi? Quedamos con él allí para entregarle el dinero.