Pontedeume, Galicia, España. Marzo de 2014
La carrera se estaba presentando frenética, casi asfixiante. El rastro era intermitente y eso me trastornaba. No le encontraba explicación. Tasi, Ratza y yo hacíamos la patrulla aquella tarde y llevábamos casi una hora enfrascadas en una persecución insólita. Entre las tres abarcábamos un perímetro de casi medio kilómetro y los intrusos estaban burlando nuestro acecho. No entendía como las hembras no veían el engaño. Se acercaban y se alejaban. Estaban jugando con nosotras en dirección a una trampa mortal.
—Vamos directas al desfiladero de los Tres gatos.
—No me gusta ni el nombre, joder —escuché decir a Ratza.
Con una sola orden, las tres nos detenemos para escuchar el arrullo de la naturaleza. Para un animal la explosión de los sentidos es un idioma concreto y elaborado.
Olaya estaba conmigo, trabajábamos en equipo, sin nada que ocultar entre siervas* de confianza, Tasi y Ratza eran mi familia al salir de casa. Desde las alturas, Olaya, mi enorme lechuza blanca, confirmó mis sospechas y se lanzó en picado hacia el cauce del río. Con sus garras atrapó un tronco empapado y se lo llevó cual presa viva. Una docena de metros más allá lo dejó caer sobre el lomo de uno de los lobos a los que seguíamos. Uno menos.
Tasi estaba decidida a plantar batalla. Mi compañera Ratza era una vieja luchadora de la manada, la más experimentada de las tres. Pero yo solo era una novata allí, la última en llegar y con ninguna intención de demostrar nada a nadie. Mucho menos a mi Alfa, una perra déspota y retrógrada que respetaba más a un escarabajo pelotero que a mí.
—Tasi, no es buena idea. Estoy intranquila, algo no va bien —probé. Quería marcharme de allí cuanto antes pero…
—No podemos irnos sin respuestas, Daniela. Cánavar es capaz de formarnos un consejo de guerra si fallamos esta noche.
Sin más opciones reales adelantamos la posición y seguimos el rastro durante dos kilómetros más. Cada vez más cerca de Los tres gatos y por ende, de los límites de Luna Fría**. El desfiladero era un entorno natural abrupto y privilegiado. La naturaleza aparecía en una imponente masa de piedra de casi doscientos metros de altitud fragmentada verticalmente en tres enormes masas de roca gris. Entre las tres moles de roca se habían formado dos grutas que dividían el río. Una era verde y amplia, viva. La otra oscura, gris y muerta. Los más viejos le otorgaban una simbología específica.
Solo algunos lobos habían sido capaces de salvar la distancia entre los frentes opuestos de los abismos, en el mejor de los casos de casi ocho metros de distancia. Por eso, desde hacía siglos, era considerado uno de los límites naturales de los terrenos de la manada de Luna Fría.
Escuchaba el rugido de las aguas previas al barranco, las lobas no se detenían y Olaya gritaba en mi mente por la retirada.
Al llegar a la explanada sobre el desfiladero el rastro que habíamos seguido se concentró, pero no había animal sobre la roca, nada físico a pesar de las consistentes alarmas de su proximidad. Yo cada vez me sentía más nerviosa mientras Ratza se acercaba al borde del precipicio. Tasi se mantenía en la retaguardia. El peligro nos acechaba y el bosque lo sabía.
Cuando la calma se volvió incómoda, Ratza gruñó hacia los árboles dando el pistoletazo de salida a la debacle. Las copas comenzaron a agitarse. Ramas, pelos y patas cayeron al suelo, la respuesta de las tres se sincronizó. Las patas delanteras posicionadas y el lomo erizado, las orejas pegadas al cráneo y la cabeza en línea recta con la columna, preparadas para un ataque inminente y mortífero. Delante, cuatro lobos con semblantes semejantes pero la confianza de sabernos inferiores en número, además de tenernos atrapadas entre sus fauces y el precipicio. Después de todo, quizás no tuviera que preocuparme por las entrevistas de trabajo de las próximas semanas, o por el constante acoso del alfa de la manada.
Los canes se separaron en tres grupos dividiéndose entre mis compañeras y yo. Ratza recibió el primer ataque.
De pie sobre mis patas traseras me enzarcé en una lucha encarnizada con mi oponente, sabiendo que todo cuanto tenía que perder estaba allí en aquel preciso momento: yo misma. Se movía rápido y su musculatura crujía al ofrecerme toda su intensidad en cada ataque. Logró derribarme en más de una ocasión, pero yo era más pequeña y grácil, escabulléndome entre sus patas. Sus colmillos atravesaron mi piel a la altura del cuello y aunque me volví a zafar, la herida había atravesado también mi orgullo.
Cuando Olaya me mostró lo que había unos metros detrás de los intrusos, sentí el peor horror que había experimentado en mi vida; un segundo grupo de lobos esperaba para recoger nuestros pellejos. Mi conexión con la enorme lechuza iba más allá de compartir nuestros sentidos, la unión era tan íntima que el animal gritó al compartir mis emociones. Acto seguido desapareció.
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Editado: 11.11.2018