“But if you loved me. Why'd you leave me?”
La primera semana después de la muerte de Magda fue un infierno. Peleas, gritos y llantos. Se organizó su funeral como si hubiera sido una boda; todo tenía que ser perfecto. Esa era una actitud que me molestaba pero que también comprendía; era lo que ella se merecía. Un funeral perfecto. ¡Qué digo! Ella se merecía una vida perfecta, con un marido perfecto, boda perfecta, hijos perfectos, casa perfecta, y luego de muchos, muchos, años un funeral perfecto. Ella no debía haberse salteado tantas cosas y yo no debía haber dejado que eso pasara.
Volviendo a dónde estaba, se enviaron invitaciones elegantes a todos los miembros de la familia, amigos cercanos y personas importantes. No me invitaron y diría que eso me sorprendió pero, teniendo en cuenta la discusión que había tenido con mis padres, era algo obvio. Por supuesto que eso no me importó y aquel martes aparecí con mi vestido negro y todas mis lágrimas para derramar. Ellos notaron mi presencia, me miraron mal pero no hicieron ningún escándalo. Es hasta el día de hoy que sigo pensando que se quedaron callados porque sabían que ella hubiera querido que yo estuviera ahí. Otra parte de mí me dice que no me echaron a patadas porque esa no era la conducta apropiada y esperada de los presidentes de nuestra isla, pero claro que prefiero pensar lo primero… me pone menos triste.
Recuerdo el ocho de noviembre como si hubiera pasado tan sólo hace unas horas, ese día quedó marcado en mi piel cual tatuaje permanente incluso más que el día en que murió, aquel está borroso en mi memoria. La cuestión es que recuerdo haberme asqueado por la cantidad de gente que había en la iglesia. Gente que sólo le mandaba tres mensajes de texto por año “Feliz cumpleaños, Magda”, “Feliz navidad” y “Feliz año nuevo”. Me dio asco porque ella no los hubiera querido ahí, llorando como si hubieran pasado toda la vida a su lado, como si se hubieran levantado todas las mañanas y lo primero que tenían a la vista era su rostro adormilado y su cabello despeinado, como si se hubieran quedado noches en vela abrazándola porque se hundía en tristeza. Estaban llorando como si la hubieran conocido como lo hacía yo, y eso me molestaba. Ese día en especial me molestaban muchas cosas: que le dejaran rosas y no orquídeas que eran sus favoritas, que pusieran Jazz en la “recepción” y no a los Beatles, que ella admiraba, que sirvieran bocaditos de jamón cuando ella era vegetariana.
No aguanté mucho tiempo ahí dentro y tuve que salir antes que me faltara el aire. Estaba teniendo un ataque de pánico. Me senté en un banco y lloré, lloré todo lo que no me había permitido desde que me había enterado de lo sucedido. Una mano tocó mi hombro y vi a Jesús, un antiguo compañero de Magda, estoy segura que le di lástima porque me abrazó como si su vida hubiera dependido de eso y yo me dejé. Lloré aún más en sus brazos, grité, respiré y cuando ya me sentí un poco más viva, le agradecí y volví a entrar a aquel asqueroso funeral.
No sé si te conté pero nosotras vivíamos juntas, así que llegar a casa en vez de ser alentador fue otro golpe en el estómago. Magda estaba en todos lados, en las fotos, en sus libros, en sus peluches. Y me gustaría decirte que a los días de su muerte razoné, tuve una epifanía que decía “la vida es hermosa” y seguí adelante. Lamentablemente en la vida real no es tan fácil.
Los siguientes cinco días me la pasé durmiendo y llorando. Lejos de sentirme ridícula, sentí que mi actitud estaba totalmente justificada; había perdido a mi mejor amiga, a mi hermana. Fue entonces, el catorce de noviembre, que pasó algo extraño.
La primera vez que apareció frente a mí grité, lloré y destrocé todo lo que había en nuestra habitación. Lo que estaba viendo no podía ser verdad, era totalmente imposible y sentí que había enloquecido. A unos metros de donde estaba parada se encontraba Magda, no aquella que había visto en el cajón, con un maquillaje horrendo y un rostro inexpresivo; sino mi Magda aquella muchacha amorosa me obligaba a bailar Help! todas las noches antes de dormir. Mi cuerpo no paraba de temblar y cuando lo quise notar estaba hecha una bolita en la punta de la habitación, ella me miró con preocupación.
—Lola, escúchame, debes respirar más lento o vas a hiperventilar —escuchar su voz hizo que, sin duda, comenzara a respirar más rápido. Estaba teniendo el segundo ataque de pánico en una semana y no me gustaba para nada. Antes de siquiera darme cuenta qué diablos pasaba, la oscuridad me absorbió; me había desmayado. Cuando desperté la vi sentada en mi cama, e hice un gran esfuerzo para no hacer otra escenita como la anterior.
—Ya me volví loca ¿Verdad? —pregunté, luego de unos minutos sin encontrar mi voz gracias al nudo en la garganta que me estaba ahogando. Ella soltó una risita, yo me estremecí.
—Siempre estuviste loca, Lola, eso no es lo raro —respondió restándole importancia y yo, que todavía no me acostumbraba a escuchar su voz o siquiera volver a verla, con suerte pestañeaba —. Te diría que me des un abrazo pero estoy bastante segura que no puedo tocarte.