Dina odiaba la lluvia, aunque tenía la costumbre de postear en sus redes cuanto amaba los días lluviosos, el café y las films noir, aunque fuera cosa más bien de su hermana. La ventaja de tener su propio castillo embrujado eran los escenarios para sus selfies profundas y misteriosas, por sobre todo lo demás, odiaba el lugar. Si estuviese limpio y en buenas condiciones se habría sentido una princesa, pero no. Estaba abandonada y no tenían el dinero para darle el mantenimiento que con tanta urgencia necesitaba. Su madre había dicho que era mejor venderlo. Encontrar algún tesoro, conservarlo, vender el resto y sus vidas estarían resueltas por mucho tiempo. Pero nada se volvío a mencionar luego de salir para ver al notario o al abogado, o algo del estilo. Dinora no entendía nada de eso ni le importaba, solo le importaban las soluciones al problema.
Daba pequeños respingos cada que escuchaba los truenos, los odiaba, tan ruidosos y escalofriantes. Todo lo concerniente a la lluvia era desagradable. No podía salir a pasear, era deprimente la escases de luz y el frío del día, el olor a tierra mojada era desagradable y moría de aburrimiento, porque en días como esos no había nada que hacer, menos en un lugar como ese. Lo odiaba, podría repetirlo por siempre. Pero más que odiarlo, le temía. Dina evitaba estar en ese lugar porque, aunque no creía en los fantasmas, el lugar no podía ser menos siniestro. Las maderas crujían, las alimañas andaban libres por allí y todo se volvía raro dentro de aquellas paredes. El tiempo corría más lento, el viento que corría por los pasillos parecían voces susurrantes y algunas veces juraba que las cosas cambiaban de lugar; aunque sabía que todo lo raro estaba en su cabeza no podía deshacerse de su malestar, menos cuando su hermana rondaba cerca.
Todo lo más raro que podía pasar sucedía alrededor de May, las puertas azotadas por el viento, los objetos que caían o se rompían, el frio insoportable de las habitaciones... La casa y May parecían un mismo ente, como si desde el principio perteneciera a ese lugar, porque cosas como esas ocurrían si ella estaba presente, no importaba la clase de lugar que era, ahora estaba donde merecía estar. Pero Dina no pertenecía allí y no quería, ni por todo el dinero del mundo, pertenecer allí. Tan apartada de todo, escondida entre muros y bosques. Con un largo y pesado bostezo despegó su mirada del celular descansando un poco los ojos que comenzaban a arder para volver a su habitación, estaba cansada de la conversación de sus abuelos y el frió se le antojaba para estar cómoda entre sus cobijas. El fin de semana apestaba.
No solo el fin de semana, su primer semana de clases oficial también y las vacaciones de verano, la primera mitad al menos. Durante las audiciones de porristas todo fue perfecto, dio lo mejor de sí, ejecutó la coreografía a la perfección, se ganó el agrado de la capitana principal y de todo el equipo, también la asignaron al equipo principal como resultado de su talento, pero no fue suficiente para ser un miembro activo. La co-capitana la mandó a la banca por ser de primer semestre, le importo tres gramos de comino su talento y tampoco la escuchó cuando le pidió de forma amable una oportunidad, le rogó por esa oportunidad y terminó en el suelo, literalmente. Bueno, eso en parte fue su culpa, por mucho que le doliera admitirlo.
Pero no era que quisiese ser así, muchas veces decía y hacía cosas que no quería, simplemente no podía controlarse a sí misma e iba siempre más allá, empujada por si misma sin poder ponerse un alto a tiempo. Se ponía como loca a amenazar, a gritar y chillar y terminaba haciendo desastres como ese, sobre todo en momentos de tensión y estrés, nadie hasta ese día la había puesto es su lugar, no se había humillado ni la habían tratado de esa forma. Era la parte que más odiaba de sí misma, perder el control, lo odiaba más que ver su peso subir en la balanza, más que sentirse insuficiente para los demás, más que sentirse una tonta niña inútil, más que sentirse rechazada o comparada en especial si se trataba de su hermana.
Dentro de su familia nadie notaba sus problemas, para ellos todo eran berrinches de niña caprichosa, nada más, no la habían visto en momentos así de intensos, salvo su hermana. Yeso era tan malo como bueno, porque cualquier cambio o problema en May por más insignificante que fuera, consumía de lleno la atención de todos los demás y se olvidaban de ella. Mayrin era en su mayoría de las veces quien sufría esas consecuencias, a menudo era más hiriente, más cruel con su hermana mayor, quien apenas se defendía.
Si, le desagradaba, le temía y, en cierta forma, la envidiaba; pero por más que le fuera insoportable su presencia tampoco podría estar sin ella, porque así como podía ser una perra con ella, también era su soporte. Cuando Dina se encontraba herida y vulnerable su hermana guardaba silencio y la tomaba en sus brazos hasta que se sentía mejor. Eran esos secretos los que evitaban que terminara en un psicólogo y que su madre la despreciara como su hermana. Por ello no podía odiarla del todo, no podía repudiarla por completo, porque entonces estaría totalmente sola. Y Dina le temía a la soledad más que a nada en el mundo.
La semana entera fue un reto difícil para ella, pero más para su hermana, incluso ella lo notó. Cada día sus ojeras se acentuaban debido a su palidez y comía menos. Claro que su hermana no le decía a nadie que despertaba muy temprano y usaba mucho maquillaje para cubrir su piel, o que las tareas eran una excusa para llevarse el plato a la habitación y devolverlo intacto a la cocina cuando creía que todos dormían. Dina envidiaba muchísimo esa voluntad de May para privarse de la comida, ella no podía evitarlo, comía muchísimo, comía como obesa hasta no poder más; comía por culpa, por nervios, por tristeza o miedo... Dina odiaba la comida porque no podía simplemente evitarla o ignorarla, comía poco frente a sus padres y asaltaba a escondidas la cocina, y se daba tanto asco a sí misma. ¿Por qué no podía ser como su hermana y dejar los platos en paz?
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Editado: 05.09.2023