El día terminó en un correr de aquí para allá. Con un abrazo fuerte a Mariana y prometiéndole que de regreso del viaje la verían, terminando con los pendientes de la oficina, y despidiéndose de todos para partir al aeropuerto. Joaquín e Isabella ya habían dejado sus maletas y pertenencias listas en la oficina, así que lo único que les hizo tardar fueron las despedidas y pendientes. El taxi llegó como prometido y emprendieron rumbo al aeropuerto. El tráfico casi evita que ambos se suban al avión, pero gracias a Dios pudieron hacerlo. Una vez sentados, suspiraron profundamente y rieron suavecito. Ya habían viajado juntos pero siempre habían sido organizados; así que era la primera vez en esta situación.
—Tercer viaje juntos, pero primera vez así. Contigo siempre es de tener primeras veces y eso es espectacular —dijo Joaquín, ya más calmado.
—Te amo tonto —le respondió ella, mirándolo fijamente a los ojos, detrás de esos lentes azules. Lo decía en serio; su mente y corazón estaba revoloteado por todo el tema con Diego pero sabía a ciencia cierta lo que sentía por Joaquín—. Y no hay nada que me haga más feliz que estar aquí, contigo.
El viaje a Chicago fue bastante rápido y trataron de descansar un poco, el día había estado bastante ajetreado y el viajar de noche lo hacía un poco más pesado. Cuando llegaron, los recibió la familia de Joaquín, y aunque Isabella ya los había conocido en otra oportunidad, se sintió como volver a empezar. Fue inevitable sentirse cohibida y aquella vergüenza y temor se esfumó cuando Lorena, la hermana menor de Joaquín, fue corriendo hacia ella y la abrazó, chillando:
—¡Te extrañé Isa!
Isabella rió suavecito mientras tenía en sus brazos a Lorena. Ella tenía ya dieciséis años pero a veces parecía una niña y eso la hacía sentir como su hermana mayor; así es como Lorena la consideraba y por eso le encantaba que fuera novia de su hermano y la visitara.
—Yo también Lore.
—Espero nos hayas extrañado a nosotros también —dijo la mamá de Joaquín, luego de abrazar a su hijo. Ya casi la consideraban como una hija más.
—Claro que sí —respondió ella, tímida, antes de acercarse y abrazar a los papás de Joaquín.
—Ya, dejen a mi novia tranquila —bromeó Joaquín, tomando de la mano a Isabella y jalándola a su lado.
Mientras caminaban hacia la salida y al auto de los papás de Joaquín, comenzaron una plática sobre los últimos sucesos en sus vidas, sus carreras así como sus amigos. Pronto estaban ya casi por llegar a la casa y aunque estaban bastante cansados, la charla los había mantenido despiertos hasta el final; para cuando llegaron, habían comenzado a hablar sobre los papás de Isabella y ella no tuvo tiempo de terminar porque fue momento de sacar las cosas del auto.
La casa de Joaquín, o de sus papás, era bastante grande; solo contaba con un piso pero cada espacio era grande como para estar muy cómodo. Al entrar, encontrabas la sala a la izquierda y el comedor al lado, separados por una delgada pared. Al lado del comedor estaba la cocina bastante amplia, seguida de la lavandería. Al lado derecho había un pequeño pasadizo que daba otra sala de televisión y biblioteca, seguido de los cuartos; habían cuatro: uno de los papás, otro de Lorena, el que había sido de Joaquín y lo era cuando iba, y finalmente uno de invitados, donde Isabella se imaginó que dormirían.
—Todavía conservamos sus cosas, queremos mantener su presencia aquí, aunque ya no es un niño —dijo la mamá de Joaquín, cuando le presentaron el cuarto de él. Su voz sonaba apenada pero orgullosa al mismo tiempo, de haber visto crecer a su hijo en un buen hombre.
—Y ahí están incluso todas sus medallas de cuando jugaba básket —agregó su papá.
Efectivamente, las medallas estaban colgadas encima de un pequeño escritorio. Había muchas como para contarlas e Isabella sonrió ante eso, imaginándose a un pequeño Joaquín dando todo en la cancha.
—Y este será tu cuarto esta semana y cuando quieras Isa —dijo la mamá, enseñándole el sencillo cuarto de invitados, con una cama matrimonial y un baño incorporado.
—Gracias.
—Bueno, me imagino que están cansados, los dejamos para que puedan acomodarse. Mañana nos vemos en el desayuno —dijo el papá de Joaquín, despidiéndose de ambos—. Siéntete como en casa Isabella.
—Muchas gracias a los dos.
Cuando ambos se quedaron solos, cada quien fue a su respectivo cuarto a desempacar y a cambiarse. Cuando ella estaba terminando de ponerse la piyama, escuchó un golpe en su puerta y se imaginó quien era. Por supuesto, cuando abrió, estaba Joaquín afuera, con su camiseta y sus boxers puestos, su piyama de siempre. El pelo lo tenía revuelto y la ropa se le pegaba al cuerpo; no recordaba haberlo visto tan guapo nunca.