Mañana te Olvidaré

Capítulo XXV

(Renata)

 

Viernes en la noche. Largos minutos se extinguían en la oscuridad de su inevitable paso. Pero nunca eran tan largos.

Mi dedo índice derecho se veía obligado a presionar varias ocasiones la tecla borrador del teclado. No. No lograba concentrarme. Demasiadas cosas habían ocurrido.

Con dificultad conseguí apagar la computadora antes de que también eso se me olvidara. La realidad se resquebrajaba a mí alrededor. El mundo no era como antes. Antes no había sido tampoco como yo lo creía.

Pequeñas ondas humeantes se desprendían del incienso que coloqué junto a la ventana. Seguí su aroma a canela y el halo que mantenían antes de esfumarse en el aire, entre el oxígeno y el dióxido de carbono. Hay otros gases en menor cantidad, como el nitrógeno e hidrógeno.

Una mueca se me escapó. Aún no salían de mi mente los temas de la última prueba escrita de Química.

Esa mañana cuando salí continuaba arrebolada por un inusual tono rosa. El alba se lo heredaba haciendo al tiempo detenerse y al sol apenas repartir unos pocos de sus rayos. Incluso el frío de esa hora conjugaba divinamente con el paisaje restante. Las nubes teñidas de perpetuo amanecer semejaban a las de un cuadro surrealista: esponjosas y rellenas de lo que podrían ser dulces sueños. La poca luz daba contra mis cabellos rojizos, castaños, desprendiendo matices dorados como los que mostraba el cielo.

- Promete que jamás subirás – recordé de pronto.

No tengo por qué prometerte nada.

Eso es lo que debí contestar. Pero mentí. Acepté la condición que ambos sabíamos yo no lograría cumplir. Estaba más allá de mi amor o mi fuerza de voluntad.

- No debes ir allá jamás. Es lo mejor.

¡Y qué demonios sabes tú de lo que es mejor para mí! Yo decido. Yo decidí…

La mirada oscura de Moonray, siempre tan serena e imperturbable, se turbó al verme con mi nuevo aspecto. Lo había hecho aparecer al acercarme a la flor fantasma, arrancándola de un patazo. No imaginaba que fuese tan frágil. Seguramente el enmascarado pretendía reprocharme por el acto, pero la mente le quedó en blanco al verme.

Te gané.

Qué equivocada estaba. Me sentí en la cúspide de la gloria. Tuve el poder de enfrentarme a él tras encontrarle un punto débil. Su punto débil era yo.

- De acuerdo – acepté con la mirada baja -. Te lo prometo. No subiré…

Soy una mentirosa.

Su petición no me sorprendió, a diferencia de la forma en que la hizo. Era distinta ésta ocasión, como una súplica.

Una súplica que yo no entendí.

Ese día pasó rápidamente, casi tan rápido como el resto de esa primera semana de diciembre. El jueves y viernes los profesores se dedicaron a devolver las hojas de las últimas lecciones, así como llamar la atención a quienes necesitaban mejorar las notas de los parciales anteriores. Yo al igual que Tomás obtuve 20 como única calificación.

En días como aquellos los estudiantes éramos libres de salir del colegio, de no volver al aula luego del recreo, casi siempre con la excusa de ir a la biblioteca. Pocos pasaban por alto la oportunidad. Los corredores lucían desolados, silenciosos, con un aspecto más gris que el que le daba la pintura de las paredes.

Yo tampoco volví al salón ese viernes. Mis pasos me llevaron mecánicamente hasta el pasillo aquel del segundo piso. Tan pronto estuve cerca mis ojos se abrieron, interrogantes y confusos. La puerta estaba abierta. La cadena y el candado habían desaparecido, igual que la rosa plateada. La puerta se mostraba abierta de par en par, desafiándome a correr hacia ella y descubrir los secretos que celosamente guardaba tras de sí.

Miré a ambos lados. Seguro algún conserje andaba cerca y eso explicaba el acceso. Pero, nadie subía allí. Nadie. ¿Por qué la abrirían?

Varios minutos debieron transcurrir. El resto del mundo –evaporado o invisible- me dejaba sola con mi mayor obsesión, a complacencia de mi curiosidad.

Por supuesto que no desaproveché la oportunidad, por más rara que fuese.

Era una prueba.

Subí lentamente las escaleras. Hasta el aire se respiraba distinto en aquel territorio, viciado y gris como la sensación gélida que me atacó. Mientras avanzaba, la luz de la mañana iba envolviendo mi vista. La terraza era amplia. Con el mismo tamaño que los pisos inferiores, todo ese espacio vacío parecía infinito a los ojos. Metro tras metro de piso gris, en parte cubierto de moho y en parte con malas hierbas creciendo entre los cuarteos de la superficie.




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