Judith percibió a través de un sexto sentido que aquella tarde era un tanto extraña. Raquel ya se había marchado hacía unos minutos; había dejado la casa limpia como todos los días. La cocina lucía impecable. Ella hacía muy bien su trabajo, llegaba por la mañana y al caer la noche se retiraba. Nadie extrañaba a la doméstica, ni siquiera su patrona.
Entonces, ¿por qué Judith experimentó sentimientos encontrados tras la partida de Raquel? Que había tristeza en la atmósfera era muy cierto, entraba a los pulmones con descaradas caricias para que no le echasen. Al tacto era suave pétalos de rosas; al oído, millones de hermosos melifluos melancólicos entonados para los espíritus que sedientos de paz, encuentran aguas apasibles e inefables en la nictofília y la mangata. Esa tarde de cielo color naranja y rosado era todo y nada. Hasta la puesta del sol producía desosiego al límite.
Parada frente al ventanal de la sala Judith vio la tarde marcharse y caer la noche, como lo haría una dama caprichosa que se marcha de la velada sin permiso, pero con elegancia. Ahora en compañía de la dama de la penumbra y siempre parada frente al ventanal continuaba sorbiendo de trago en trago el poco café que le quedaba en la taza. Luego aceptó la invitación que le hiciera su esponjosa cama en complicidad con la almohada de plumas. Un tiempo después; luego de haber dormitado, más que dormido, el reloj despertador hizo su trabajo devolviendo a la joven maestra a su realidad; otro día de gritos ensordecedores de alumnos indisciplinados, un nuevo reclamo de algún padre por alguna tontería; de esos, que hacen los sobreprotectores padres. Una nueva lista de tareas que cumplir, y muchos documentos por llenar. Sin olvidar que debía terminar de pasar notas y posterior entregar boletines escolares.
Cuando Judith ya se encontraba en la escuela impartiendo clases, sentía que el pecho se le oprimía causándole la misma sensación que antes había experimentado en su casa. Una insertidumbre caló en lo recóndito de su existencia. Aún conservaba la duda que la había agobiado en los últimos días, un extraño sueño recurrente en el que se veía a sí misma portando un brazalete que la rodeaba con alguna clase de luz espiritual.
—Maestra Judith, ¿sería tan amable de venir, por favor? —dijo una voz desde afuera.
Sin pensarlo dos veces dejó a sus alumnos y de inmediato salió al pasillo que conectaba al menos diez secciones a ambos lados. La persona que la había llamado ya no se encontraba allí. Increíblemente lo primero que vio fue la luna llena en el centro del cielo enfermizo y amarillento, le faltaba poco para que se ocultase tras las nubes. Aún era de noche; Sin embargo, ella no se había dado cuenta en el momento en que se despertó, mucho menos cuando se fue a la escuela. O el reloj la había engañado o quizás algo más lo hizo.
Si todo había sido un engaño, entonces, ¿sus alumnos también habían sido engañados? Ella lo tuvo que descubrir aun con el horror que empezaba a erizarle los pelos. Entrando nuevamente a la sección pudo descubrir la pesadilla personificada que yacía frente a ella: la oscuridad total desde la cual los supuestos alumnos se reían.
—Somos los engendros del abismo —repetían a carcajadas los espantosos monstruos—. Esta es nuestra hora, no la tuya. La noche fue hecha para nosotros.
Judith no tuvo tiempo de coger su bolso, tan solo se echó a correr por el pasillo. La situación la entorpeció, doblándose el tobío derecho por un tacón de aguja que se le quebró a su zapato en el intento de huída. El portón de salida estaba ubicado muy cerca de la oficina del director, por lo que tuvo que entrar forzosamente a buscar copias de las llaves al enterarse de que su ruta de escape, el portón, estaba enllavado. Muy temerosa palpando en la oscuridad revisaba los cajones del escritorio. Lo poco que podía ver era gracias a los rayos de luz de la luna que se colaban por las ventanas.
De repente, no pudo evitar cruzar su mirada en dirección a un espejo. Tan pronto como lo hubo visto, una imagen se proyectó en él; parecía un humano, a diferencia de su semejanza tan pronunciada a un gorila, solo que menos peludo. Sus ojos eran rojos como llamas, mientras que su desagradable rostro era sin lugar a dudas igual o peor que el de un cadáver en avanzado estado de descomposición. Huesos y tendones, putrefacción y el edor repugnante superaron las megas producciones de Holliwood. Un primer plano y un plano detalle bien captados con cámaras habrían sido testigos del rostro del nominado señor de la noche.
El terror que sintió Judith tras haber visto a aquella aparición fue tan ascendente que queriendo gritar no pudo. Tampoco pudo correr, se hallaba con el tobío roto y el alma afligida, sin ánimos para seguir intentando escapar del horror. La imagen proyectada en el espejo se hizo real, literalmente caminaba por la oficina mientras la maestra permanecía quieta, inmóvil hasta su respiración. Ni una sola hebra de su cabello era capaz de mover.
El engendro del abismo la olfateó varias veces. De vez en cuando se alejaba paseándose de lado a lado en el cubículo. En el ejercicio esparcía su hedor putrefacto por todo el lugar. Después de un momento, el asqueroso y repudiable ser se retiró para regresar corriendo hacia la desdichada maestra, que nunca en su vida había sido consciente de la posible existencia de estos seres nocturnos, como lo fue en ese momento. El regreso del monstruo traía consigo una patada que la hizo volar por los aire.
A continuación, repentinamente Judith se halló a orillas de una quebrada. Los árboles de Ceiba, Roble, Eucalipto y Guanacaste se entrelazaban en fronda, produciendo un espectáculo de sombras y matices claros producidos por los rayos de luna que atravesaban las ramas. Del agua de la quebrada emanaba humo a causa de las gélidas temperaturas. Pese a esas descripciones del tétrico lugar, una mujer de larga cabellera y de ancha espalda parecía afanada lavando ropa. Lucía un güipil blanco con bordes negros y una chalina marrón. La educadora se acercó asustada y desorientada: preguntó qué lugar era ese, y hacia adónde estaba la casa más cercana. La misteriosa mujer se puso de espalda y se limitó a señalar con el dedo índice en dirección a una pendiente. Después de aquel extraño comportamiento la criatura siguió su labor.
Mientras Judith caminaba y caminaba en la dirección que le indicaron, logró llegar por fin a una pequeña pulpería, que más bien parecía la fachada para tapar un «night club». Había una congregación de hombres blancos, altos, barbudos y de aspecto elegante. Unos jugaban a las cartas, otros al ajedrez y unos tantos en una esquina tomando licor. Había bailarinas por doquier completamente desnudas. Las jovencitas tenían rasgos indígena bien pronunciados, no tenían ninguna pizca de mestizaje. Sus cabellos eran negros y gruesos como la crin de un caballo; sus ojos, negros como el carbón; sus pezones, prietos y ásperos como basijas de barro sin refinar; su sexo cubierto por una espesa selva de vello negro con el que se sentían protegidas ante las miradas lividinosas.
Mientras sus caderas se movían con alegría, en sus ojos se podía observar y hasta palpar que algo extraño ocultaba aquel misterioso sitio, y sus cuerpos marcados con enormes cicatrices lo confirmaban. Tenían en sus lomos marcas de azotazos que se pintaban sobre cicatrices viejas que parecían apartarse para dar lugar a las recién llegadas.
La instructora se acercó a pedir ayuda, todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo; la música se detuvo, las bailarinas dejaron de regalar los sensuales movimientos que entretenian a los hombres. Luego de un momento, una mujer salió del interior de la tienda y se dirigió hacia ella. A juzgar por su hábito, pudiera decirse que era una proxeneta con indumentaria de adivina. Se acercó lo suficiente como para susurrarle al oído un consejó casi con súplicas.
—Márchate y vuelve por el mismo camino que llegaste. No debes estar aquí, créeme cuando te digo que tu camino no es este —le repetía una y otra vez.
—¿Qué lugar es este? ¿Quiénes son ustedes? ¿Cómo llegaron aquí? —preguntó Judith, sin obtener respuestas.
Judith no quería volver por ese camino, peor aún sin obtener respuestas. Todos los hombres la miraban con lástima y a la vez como alguien con quien no querían tener ningún tipo de roce. Fue entonces cuando un hombre de capote negro que se mostraba indiferente a las bailarinas, se levantó de la silla y se encaminó con ruído de espuela en sus botas hacia donde se encontrada la infortunada alma. Se ofreció a ayudarla a regresar por donde había llegado. Subió a su caballo y luego la montó a ella. Todos permanecieron en silencio viendo como los viajeros se alejaban por el camino montados en el equino en aquellas altas horas de la noche.
Ella tenía muchas cosas que preguntar, pues lo que estaba viviendo era motivos suficientes para terminar en un psiquiátrico si no aclaraba las dudas a tiempo. Preguntó cómo se llamaba aquel lugar, cómo volver a su casa, incluso cómo se llamaba él. Sin embargo, ninguna pregunta fue contestada. El caballero del capote negro era muy serio y de pocas palabras. Solamente cuando habían avanzado más de una hora, detuvo su caballo y le hizo saber a ella a través de señas que hasta allí podía llegar. En realidad el varón no podía cruzar por una extraña razón y solamente le indicó con el dedo índice la ruta que debía seguir.
Entonces se encontró nuevamente en la quebrada, en donde estaba la mujer lavando ropa. Se acercó a ella por segunda ocasión para pedir ayuda. Asimismo, le reprochó el hecho de haberle indicado la dirección a un sitio peligroso. Para su sorpresa, la mujer que lavaba se desgarró su vestido y se paró firmemente abandonando la posición erguida. La altura de la desgraciada bestia era de tres metros y sus cabellos le caían a las rodillas. Su rostro se vio en todo el esplendor de su fealdad. El sucio monstruo demoniaco tenía cuerpo de mujer con enormes tetas, la cara de una yegua y los ojos aterradores e intimidantes como los de una lechuza, pero en grandes proporciones. Eran grandes, negros y estáticos, atemorizantemente horrorosos.
Tan pronto como hubo visto el peligro en el que se hallaba su cuerpo y alma, se echó a correr cuesta arriba, logrando avanzar por la ruta que el hombre del capote le había señalado. A lo lejos, en el fondo de la quebrada las carcajadas de la bestia se escuchaban como si fuese una persona normal la que se ríe en horas del día. Tanta era la desesperación y el horror que sentía Judith, que apenas un hombre salió a su encuentro no pensó en alejarse. Por el contrario, se arrimó a él implorando su ayuda.
El nuevo varón vestía un traje negro de gala con su distintivo y una formal corbata. La consoló diciéndole que se encontraba a salvo y que ya el peligro había pasado. También le dijo que su casa era pequeña, pero que con gusto la compartiría con ella. Mientras caminaban, él no dejaba de comentar sobre la comodidad de su casa y la quietud de sus vecinos. Así como la decoración del vecindario. Finalmente el hombre la invitó a entrar a la pequeña casa a la que habían llegado rápidamente.
Judith otra vez se espantó, pues todo lo que había visto no tenía comparación con lo que ahora tenía frente a ella. El hombre vestido de gala era un muerto que la invitaba a entrar a su ataúd en el que los gusanos brollaban a montones. El cuerpo de la nueva bestia desprendía un hedor que producía la mayor de las repugnancias. Asimismo, los quietos vecinos no eran más que los miles de tumbas de un cementerio abandonado. Los cuervos se posaron espectantes en las ramas de los árboles y comenzaron a emitir su canto de mal agüero.
—Tómate otro trago, estúpida —le dijo el hombre riéndose con diabólicas carcajadas—, que ahora vamos al lugar que mereces.