Despertó pronto aquella apacible mañana de domingo, con la sensación que da el disponer de todo un día para ti solo, sin encontrarse con ningún conocido y sin tener que rendir cuentas ante nadie.
Muchas personas opinarían que la clase de vida que llevaba Jorge Andrade era demasiado solitaria y tal vez algo huraña y quizás tuviesen razón al insistir en ello, como solía ocurrir con los padres de Jorge que siempre aprovechaban la ocasión para recordarle lo solo que se encontraba, proponiéndole múltiples oportunidades de cambiar. Pero para él, su vida, su rutina diaria, su soledad eran tan especiales que no estaba dispuesto a cambiar. ¿Qué podría ofrecerle la vida en pareja que fuese tan tentadora como para plantearse cambiar? ¿Sexo? Lo tenía cuando le apetecía, más o menos. ¿Alguien con quien discutir por cualquier nimiedad? No, gracias, no merecía la pena.
Siempre que alegaban a su soledad, Jorge les contestaba que estaba solo quien no se encontraba a gusto consigo mismo. Él nunca estaría solo, era impensable, sobre todo porque él era su mejor amigo y nunca se traicionaría a sí mismo, de los demás nunca podría estar seguro.
Tomó el primer café del día ojeando un ejemplar del periódico en el que trabajaba. No le interesaban para nada las inquietantes noticias que, como manchas de suciedad en una página inmaculada, salpicaban de temores y desazón las frágiles mentes de los incautos lectores. Noticias internacionales llenas de violencia y amenazas, noticias nacionales plagadas de corruptelas y otras basuras tan cercanas al corazón del pueblo español que habían terminado por adoptarlas como propias. Semillas de un germen que, como un virus, iba adueñándose del público en general y que, faltaría más, terminaban por justificar. Justificar lo injustificable. Ese era el temperamento de la mayoría de la gente y no solo de este país, sino del mundo entero.
La humanidad seguía la estrategia del avestruz. Esconder la cabeza para no ver el peligro en ciernes, ni el mal que te rodea. Muy inteligente. Sí, era inteligentísimo, si no fuera porque el peligro era muy real y terminaba por encontrarte tanto si lo veías venir como si no.
La sección en la que trabajaba Jorge en ese diario, era una pequeña mota de polvo en un mar de frases. Una sección dedicada a rescatar del olvido ciertos libros que no merecían tamaña afrenta. Libros en peligro de extinción solía llamarlos él. Pequeñas joyas de la literatura caídas en desgracia, relatos poco conocidos de autores consagrados o de escritores apenas conocidos y que sin embargo merecían ser leídos. Obras de arte olvidadas por los críticos con mayor o menor intención y algunas veces con muchísima mala leche, como no podría ser de otra forma en este mundo que nos había tocado vivir lleno de nepotismo, odio e incultura general.
Jorge abanderada esas pequeñas obras rescatándolas del naufragio del tiempo y la necedad humana y aireándolas de nuevo para que volvieran a ver la luz durante un corto instante en su olvidada existencia.
Cuando terminó de ducharse, afeitarse y vestirse, salió de su casa para acercarse al Rastro.
A esa hora temprana aún podía pasear por las inclinadas calles con bastante facilidad. A mediodía sería imposible debido a la aglomeración de gente que por allí circulaba. Se acercó a la Plaza del Mundillo, uno de sus lugares favoritos y donde solían ponerse los vendedores de libros viejos y usados.
Recordó por un momento cuando era niño y venía todos los domingos expresamente allí, a comprar o cambiar cromos de futbol o de sus series de televisión favoritas, acompañado de sus padres; pero de eso hacía ya mucho tiempo. Ahora era adulto y siempre volvía a ser un niño cuando rebuscaba entre los viejos libros tratando de encontrar esa joya olvidada o camuflada entre las docenas de libros sin valor aparente.
Sin valor aparente, sí; porque Jorge conocía a la perfección el valor de todos los libros escritos. El trabajo, los desvelos, las horas arrebatadas al sueño; las decepciones, los sueños tejidos en torno a esas letras impresas y las esperanzas arrancadas de cuajo al escuchar una crítica demoledora. Todo ello formaba parte de la ardua tarea de ser un escritor y pretender transformar tus sueños en palabras.
Jorge llegó junto a una pequeña tienda oscura y abarrotada de libros y revistas que parecía surgir, como una cueva, de un solitario y maloliente callejón.
Pedro Arranz, el librero, salió a recibirle.
—¡Buenos días, Andrade! Muy madrugador hoy, ¿no?
—A quien madruga... —parafraseó el joven.
—Le entra sueño a mediodía —terminó por él el librero —¿Buscas algo en especial?
Pedro Arranz, de sesenta años, corto cabello casi blanco y barba espesa y blanca del todo, le miraba con curiosidad. Siempre lo hacía cuando veía aparecer por su tienda a Jorge Andrade. Había llegado a conocerle muy bien y a pesar de eso siempre se asombraba con él. Aquel joven tenía un especial radar para detectar el libro valioso o especial entre la marea de libros que cada semana desembarcaban en su pequeño rincón del Rastro.
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Editado: 12.07.2018