Llevaba un vaporoso vestido blanco que al contraluz de un amplio ventanal, insinuaba su grácil silueta al tiempo que oscurecía sus facciones.
Me pareció una de esas frágiles muñecas de porcelana, tan exquisita y etérea que creí padecer una alucinación, debida principalmente al hecho de no haber ingerido ningún tipo de alimento en muchas horas.
Estática, fría como una estatua de mármol e igual de pálida, me encontré mirándola como el que de repente atisba una aparición sobrenatural.
Un ángel, pensé. Estaba frente a un ángel surgido de los reinos de nuestro Señor. No podía ser real. Ninguna criatura real, nacida en este mundo de dolor podría parecerse a aquello que mis ojos admiraban. No me atrevía a pestañear por miedo a que esa imagen celestial se esfumase.
¿Y qué decir de sus delicados rasgos?
Esos ojos que también me miraban, oscuros y brillantes como dos azabaches.
Sus labios, finos y suaves hasta lo inconcebible. ¿Sonreía? A mí me lo pareció. Una sonrisa tímida y muy leve pero que irradiaba una profunda sensación de bienestar. Si un ángel te sonríe, ¿qué más puede pedírsele al universo?
Su delgado cuerpo, vestido de un blanco inmaculado. Sus calcetines, también blancos y sus negros zapatitos de charol, brillantes en la penumbra de aquella habitación, me recordaban a una pintura que en alguna ocasión pude ver, pero que ahora no recordaba dónde.
Su cabello, también oscuro reflejaba la luz que se colaba por la ventana con reflejos azulados.
Oí pronunciar mi nombre cuando mi tío me presentó. Noté como sus ojos, curiosos, se posaban durante unos escasos segundos en los míos reconociéndome como a un igual. No por nada éramos primos hermanos. Compartíamos el mismo apellido. Su sangre era la mía.
Supe en ese mismo momento que su curiosidad se trocaba por afecto, cuando se me acercó y tímidamente me besó en la mejilla.
Su olor. ¡Dios mío! Nunca había olido nada igual. Era un olor que despertaba ecos en mi memoria. Una fragancia tan dulce y sutil que excitaba mis sentidos. Olía a jazmín y a vainilla, a azahar y a canela. Olía a sal marina y también a sueños casi olvidados junto al rugiente mar. Su olor me conquistó, mi alma se rindió a sus pies y supe que estaba hechizado por sus encantos de niña mujer.
También supe en ese mismo momento que la amaría hasta la locura o hasta que ella misma me destruyera. Lo tuve muy claro, pero no me importó pues ya estaba preso de esa mirada que no se apartaba de mis ojos.
Mariana, saboreé su nombre en mi mente. Ma-ria-na.
—Hola —dije con timidez. Aún no sé cómo fui capaz de pronunciar palabra.
—Hola —contestó ella y la musicalidad de su voz me transportó a un jardín en primavera, con las aves gorjeando ocultas entre las ramas de los árboles en flor.
Pensaréis que era un idiota y la verdad, quizás llevéis razón. Pero en ese momento era el idiota más feliz del mundo y no me hubiera cambiado por nadie.
—Mariana, acompaña a tu primo a su cuarto —le dijo su padre —, y luego puedes mostrarle el resto de la casa, ¿de acuerdo?
—Sí, papá.
Seguí a mi prima por las espaciosas escaleras de mármol blanco, aprovechando para observarla a placer.
Era bastante más baja que yo y calculé que también tendría un año menos, quizás más, pues sus facciones aniñadas podrían confundirme. Su pelo, recogido en dos coletas simétricas también contribuía a proyectar esa imagen infantil.
Se deslizó por el pasillo, andando de una forma tan liviana que parecía flotar sobre la gruesa alfombra que cubría el suelo de madera de cerezo.
—Es aquí —me dijo, sin volverse a mirarme.
—¿Y el tuyo?
—¿Porque quieres saberlo? —Me preguntó volviendo la cabeza hacía mí.
—Por si por la noche necesito algo. Esta casa es inmensa y podría perderme.
—Si necesitas algo solo tienes que llamar. Hay una campanilla junto a tu cama. Lorenzo o Matias acudirán a cumplir tus deseos, eso, si no sabes valerte por ti mismo —lo dijo de tal forma que sentí una punzada en mi pecho. Yo jamás había tenido criados y siempre me había bastado a mí mismo para satisfacer todas mis necesidades. Me parecía humillante despertar a ese tal Lorenzo en mitad de la noche para traerme un vaso de agua cuando yo mismo podía hacerlo si conociera la ubicación de la cocina.
Entré en mi cuarto y no tuve más remedio que lanzar una exclamación de asombro. Aquella habitación era unas cuatro veces más grande que la del orfanato e incluso era el doble de grande que la que yo tenía en Madrid cuando mis padres aún vivían.
Dejé mi maleta en el suelo, única pertenencia que había traído del orfanato y comprobé la cama sentándome sobre ella, era muy cómoda.
—¿Te gusta? —Me preguntó, Mariana.
Asentí con la cabeza.
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Editado: 12.07.2018