Desperté una hora más tarde según pude comprobar en uno de los relojes que marcaban la hora desde su posición privilegiada en la pared.
Cuando me acosté no tuve la precaución de quitarme la ropa, estaba tan cansado que caí como un plomo en la cama y ahora me daba cuenta de que mi ropa estaba muy arrugada.
Abrí la maleta que se había quedado aguardando en un rincón de mi cuarto y busqué algo de ropa que ponerme, pero tan sólo encontré una vieja camisa y unos pantalones cortos. A mis trece años aún seguía usando pantalones cortos, pero en esta ocasión no me pareció lo apropiado. Quería dar una buena impresión delante de mi tío y sobre todo delante de mi prima, pero no tenía más remedio que ponérmelos. Me sentí un crio con ellos. Daba la impresión de que era un niño de nuevo y no el adolescente que yo pensaba que era.
Bueno, me dije tratando de consolarme, tampoco Mariana iba vestida esta mañana como la adolescente que es, si no que vestía casi como una niña. A lo mejor no notaba la diferencia.
Desgraciado de mí. La notó y su comentario mordaz me hirió en el alma. —Recuérdame —me dijo, muy irónica ella —, que luego te lleve a los columpios.
No supe que contestarle. Creo que ella notó mi vergüenza y trató de disculparse.
—Lo siento, Álvaro. Es que estás muy divertido con esos pantaloncitos cortos.
—Pues tú sí que debes ir mucho por ese lugar —inquirí yo —, porque tienes las rodillas llenas de arañazos y no quedan muy bien en una señorita.
No se ofendió. Reconoció su derrota pidiéndome perdón de nuevo y yo admiré aún más su forma de ser.
—Perdóname tú también —le dije con sinceridad —. La verdad es que estoy ridículo con estos pantalones, pero no tenía nada más que ponerme.
—Le diré a papá que necesitas ropa con urgencia —dijo ella.
Me alegré de que tomase la iniciativa pues yo aún no tenía la suficiente confianza para pedirle nada a mi benefactor.
Mariana siempre estaba pendiente de todo lo que sucedía a su alrededor, pude llegar a comprobarlo en distintas ocasiones. Tras la muerte de su madre había tomado las riendas de la casa convirtiéndose en la mano derecha de su padre. Ella era la que trataba con los criados, la que llevaba las cuentas de la casa y todo eso con tan sólo doce años. Había tenido que madurar a la fuerza, aunque seguía escondiéndose tras una infantil apariencia como si pudiera recuperar esos momentos en los que su madre cuidaba de ella.
—¿Sabes? Yo nunca he querido ser una señorita —me confesó —. A veces me escapo cuando terminan las clases con la institutriz y salgo a correr por el bosque. Papá no sabe nada de esto y no debe saberlo.
Prometí no decir nada.
—Hay un sitio al que me gusta mucho ir. Lo llamo el pabellón de música. No está lejos de aquí, ¿te gustaría verlo?
Dije que sí. Con tal de estar con ella hubiera dicho que sí a cualquier cosa.
—Entonces, acompáñame.
El citado pabellón de música no era más que la ruina de lo que antaño debió de ser una vieja caseta donde se reunían los cazadores que acudían a cazar al bosque. El porqué del nombre que Mariana le había otorgado era un misterio para mí.
—Lo llamo así porque a veces se puede escuchar música que parece provenir de lo más profundo del bosque. Sí, no me mires así, es cierto.
Yo había puesto cara de incredulidad, pero al ver el énfasis que ponía en su relato, no tuve más remedio que concederle cierta credulidad.
—¿Y de dónde viene esa música? —Le pregunté yo algo intrigado.
—Nunca lo he descubierto. Sentémonos un rato en silencio y a lo mejor puedes llegar a escucharla.
Permanecimos en silencio y en total inactividad durante lo que me pareció un rato muy largo. Cuando estaba a punto de protestar, un sonido lejano llegó hasta mis oídos. Parecía un cuerno de caza o quizás el aullido de algún animal salvaje. En aquel bosque podía haber lobos u otras alimañas y en ese momento me di cuenta de lo arriesgado de nuestra empresa.
—Parece el aullido de un lobo —dije sin pretender crear más miedo del que comenzábamos a tener —. Deberíamos volver a casa.
—¿No te gustan los misterios, Álvaro? Quizás sea un alma en pena. El fantasma de alguien que murió en esta parte del bosque.
—O puede que tan sólo se trate del ulular de un búho o el sonido del viento entre las ramas de los abedules —aporté yo, tratando de quitar hierro al asunto.
—Recuerdo haber oído que no hace mucho desapareció una joven en este bosque —continuó ella —. Quizás su asesino la enterró por aquí y ella clama a gritos pidiendo venganza.
—¿Tu padre te deja leer esa clase de libros? —Le pregunté.
—Mi padre nunca me ha prohibido nada —contestó, Mariana.
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Editado: 12.07.2018