—Soy yo, Álvaro. No te asustes.
La voz de mi tío llegó a mis oídos como un canto celestial.
—Tardabas mucho y decidí ir a buscarte. Tenemos que irnos.
—Fermín ha pasado por aquí —dije, señalando las huellas del suelo —, y no estaba solo.
—Fermín conoce la cueva a la perfección. Sabrá salir. Tú y yo nos marchamos ahora mismo.
—Pero, ¿y si está en peligro? —repliqué. Me sabía mal dejar a mi amigo a su suerte sin saber si se encontraba bien.
—¿Y si al ir a buscarle nos ponemos nosotros en peligro? Además, Mariana está sola en el coche—dijo mi tío y llevaba razón. La mención a mi prima fue definitiva.
Retrocedí con él hasta la salida y al pasar de nuevo por la sala de torturas como había acabado por llamarla, vi un objeto en el suelo que al entrar no había llegado a ver. Me agaché a recogerlo y me lo guardé en un bolsillo. Cuando tuviera algo de luz, vería de que se trataba.
Llegamos a la salida y vimos a Mariana que suspiraba de alivio al vernos.
—Estaba muy preocupada —dijo la niña —. La próxima vez entro con vosotros. No pienso quedarme sola en ningún momento.
—No habrá próxima vez —dijo su padre muy serio —. Se acabó el jugar a detectives. Lo que he visto ahí dentro es algo muy inquietante. Voy a avisar a la policía en cuanto lleguemos al pueblo.
—¿Qué es lo que has visto? —Preguntó, Mariana.
—Es mejor que no lo sepas, podrías tener pesadillas después.
—¿Era...era Fermín?
—No —dije yo —. A Fermín no lo hemos visto.
—¿Entonces qué era? —Quiso saber ella.
—Sangre —dije yo muy bajito para que mi tío no me oyese —. Sangre en unos cuchillos.
Me miró asombrada y yo, muy rápidamente, la besé en los labios. Mi tío, de espaldas a nosotros no se percató de nada.
Mariana me sonrió al notar mi atrevimiento. Yo solo lo había hecho para tratar de infundirle ánimos, bueno, no solo para eso, ya me entendéis.
Volvimos al pueblo y mi tío aparcó el coche frente a la comisaría de policía. Un pequeño cuartel donde no había más de tres guardias. Aquel lugar siempre había sido bastante tranquilo. Hasta ahora, me dije.
Regresó al cabo de cinco minutos y volvió a arrancar el coche.
—Se lo he explicado todo. Han dicho que irán a investigar. Ahora ya no es asunto nuestro...
—Nuestro amigo aún sigue desaparecido, papá —dijo, Mariana.
—Ya no es asunto nuestro, hija. La policía se encargará de encontrarlo. Volvamos a casa.
Vi como Mariana hacía un gesto enfurruñada. Pensaba lo mismo que yo. Sí que era asunto nuestro. Nuestro amigo podría necesitar nuestra ayuda.
Vi la determinación en su rostro cuando me miró. Asentí. Esta vez era yo el que había leído sus pensamientos. Volveríamos a la cueva a buscarle. Eso era lo que me decía sin palabras.
Llegamos a casa y nos acostamos sin cenar. Ninguno de nosotros tenía fuerzas para tragar algo después de los sucesos del día.
Caí en la cama como un plomo y me dormí en segundos.
19 de mayo de 1919
Entre sigilosamente en la habitación de mi prima sin hacer ruido y me acerqué hasta la cama en la que dormía. Aún no había amanecido y el cuarto estaba en penumbra. Parecía un ladrón furtivo amparándose en la sombras.
Miré a mi prima durante un minuto. Estaba muy bonita durmiendo. Su melena negra como el carbón reposaba sobre la almohada. Sus ojos cerrados dejaban admirar sus larguísimas pestañas y su cuerpo se dibujaba bajo la sabana que la cubría.
Puse una mano sobre su hombro y lo agité levemente. Ella abrió los ojos dormida aún.
—¿Qué sucede? —Preguntó.
—Es la hora —dije.
Se incorporó en la cama y me dio un beso de buenos días. Esa misma noche habíamos acordado levantarnos antes de que amaneciese para ir a la cueva. Sospechábamos que la solución a todos los misterios, incluida la muerte del abuelo, se encontraba allí. En ningún momento creímos que su muerte fuera un accidente. Estábamos seguros de que alguien había acabado con su vida y si me preguntarais a mí, os diría que sabía quien había sido: Renato. Su amado yerno. Él tenía todas las papeletas.
Esa cueva nos atraía como el abismo atraé a los suicidas y pensábamos arrojarnos en ella de cabeza.
—Date la vuelta, Álvaro. Voy a vestirme.
Me giré, dándole la espalda hasta que ella dándome un golpecito en el hombro me indico que podía volverme. Se había puesto un viejo vestido gris y esta vez en vez de ponerse sus zapatos negros, se calzó unos botines también oscuros y unas medias largas de color café.
—No me dejaste tus pantalones —rió.
—Si quieres me los quito y te los dejo —dije, dispuesto a bajármelos.
—Ni se te ocurra...¿Has cogido todo?
—Sí, tengo una mochila llena de todo lo que podemos necesitar.
—Entonces salgamos. No hagamos ruido, no quiero que mi padre se despierte.
Se enteraría de todas formas, era seguro. A las diez vendría la señorita Moreno a darnos clase y cuando viera que no asistíamos, iría a ver a mi tío. El castigo sería esta vez monumental, pero lo único que nos importaba en este momento era salvar una vida.
Salimos de casa sin que nadie se percatase de nuestra aventura o eso pensábamos nosotros, porque en aquel momento no sabíamos las repercusiones que tendría el jugar a detectives. Unas repercusiones que hoy, en el instante en que escribo este diario, muchos años después de aquello, aún siguen pesándome.
Pero eso no podíamos saberlo nosotros aquella oscura madrugada de mayo cuando el sol aún dormía y ni siquiera sabía la hora que era.
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Editado: 12.07.2018