21 de junio de 1919.
—Ha sido un asesinato —nos confirmó el jefe de policía cuando mi tío fue a hablar con él —. Le cortaron el cuello. Perdone, pero no creo que los niños deban escuchar esto.
—No se preocupe por ellos, en realidad son los más interesados en escucharlo. El muerto era el padre de un amigo suyo.
—Padrastro —dije yo.
—Sí, el padrastro. ¿Encontraron alguna pista?
—Eso, señor Herraez no podemos decírselo.
—Es solo curiosidad. Mi sobrino quiere ser uno de ustedes cuando sea mayor y...
—Su sobrino va en una silla de ruedas —dijo el policía en tono despectivo.
—No por mucho tiempo —aclaré yo —. ¿Tienen ustedes alguna pista de quién pudo ser?
—No —balbuceó el policía.
Me sentía como Sherlock Holmes interrogando al inspector Lestrade.
—Lo suponía —dije —. Deberíamos echar un vistazo en el lugar del crimen.
—Ahí no se puede entrar —rezongó el policía bastante mosqueado.
—Sí usted nos acompañara —seguí diciendo —, quizás podríamos serle útiles.
—¿Tú? ¿Quién te has creído que eres, niño? —El policía se dio la vuelta y a partir de ese momento trato de ignorarnos tanto como le fue posible.
—No le ha gustado que jugases a detectives —dijo mi prima —. Sospechas lo mismo que yo, ¿verdad?
Seguía leyéndome el pensamiento.
—¿Quién más tendría motivos para asesinarle?
—No estaréis pensando en Fermín ¿verdad, Álvaro, Mariana?
—Tío, creo que Fermín nos ha tomado el pelo todo el tiempo.
—No te sigo —dijo el pintor.
—Es muy fácil de entender, aunque aún no sé los motivos que tuvo para hacer lo que hizo, pero lo averiguaremos. Cuando conocimos a Fermín nos habló de la cueva, pero luego intentó por todos los medios impedirnos entrar en ella, ¿qué podía importarle a él, si apenas nos conocía? Dentro de la cueva, cuando nos encontramos con los murciélagos, escuché un ruido muy fuerte que fue el que los espantó. Fue él, estoy seguro de ello. Tú, Mariana saliste corriendo y bueno, ya sabes lo que sucedió. Después, Fermín, a pesar del miedo que sentía por entrar en la cueva, nos encontró en el fondo de la sima. No lo había pensado hasta ahora, pero el no llevaba ninguna luz y la mía apenas alumbraba. ¿Cómo pudo encontrarnos? Más tarde supimos que Fermín se conocía muy bien la cueva y la visitaba todos los días, según nos dijo. Esa fue la primera vez que nos engaño, pero no la última.
—Creo que voy comprendiendo —dijo mi tío, aunque la verdad, no lo parecía.
—Más adelante, murió el abuelo —continué —. Ese día me encontré con Fermín en la cabaña junto a su abuelo. Salimos juntos y más adelante me contó que se fue de la cabaña unos minutos después que yo. Creo que nuestro amigo se reunió con alguien y juntos provocaron el incendio.
—¿Por qué iba a matar a su propio abuelo? —Preguntó, Mariana —. ¿Con quién se reunió?
—Con su verdadero padre.
—¿Su padre? —Dijo mi tío asombrado.
—Salva era su padre —afirmé —. En la cueva me habló de su hijo sin darse cuenta y yo até cabos. Dijo de él que era digno hijo de su padre. En ese momento creí que se refería a Renato, pero él no era su padre. Salva habló de Fermín como si no le conociera de nada, tratando de que yo no averiguase la verdad. Dijo haberle herido aunque creo que incluso sus heridas eran ficticias. ¿Quién fue el que le curó y le vendó los ojos para que no supiéramos la gravedad de sus lesiones? Fue Salva.
—Pero yo vi los arañazos de sus ojos —dijo, Mariana.
—No, tú, como yo, solo viste la sangre que cubría su rostro. Cuando le miré detenidamente al decirme que le habían arrancado los ojos, no vi ninguna herida, solo sangre, demasiada sangre. El otro día sucedió lo mismo. Fermín estaba oculto esperando a que el asesino entrase en casa para activar la grabadora y de esa forma tener una prueba de quien era. Según me contó Fermín, alguien le golpeó en la cabeza. Yo vi la sangre, pero después tú, Mariana, me dijiste que solo había sido un rasguño. Ya no estaba Salva, su padre, para encubrirle y creo que se lesionó a si mismo. Pero no fue capaz de hacerse una herida contundente y solo tenía un arañazo.
—Estás hecho todo un detective, Álvaro —dijo mi tío.
—Solo veo lo que sucedió tal y como haría un escritor, planteándome las cosas desde un punto de vista subjetivo... Hay una prueba más que es, creo, la definitiva. Tú, tío, nos contaste que habían aparecido los cuerpos de seis niñas en esa cueva. Buscando en los periódicos atrasados que Matías consiguió para mí, descubrí que el primer cuerpo en aparecer fue el de una niña de diez años y sucedió hace casi dos años. Salva nos dijo que tan solo llevaba en el pueblo tres meses. Si él era el asesino de esas niñas, ¿cómo pudo hacerlo si aún no vivía aquí?
—¿Estás diciendo que fue Fermín el que mató a esas niñas? —Se sorprendió mi tío.
—No a todas. Pero si algunas. Creo que la enfermedad de Fermín es hereditaria. La heredó de su padre, un violador y asesino de niños.
—No estoy muy seguro de que ese tipo de enfermedad sea hereditaria, Álvaro, —explicó mi tío —. Aunque ya lo dice el refrán: De tal palo tal astilla... Estoy ciertamente sorprendido. Según tu explicación, todo encaja, menos una cosa. No conocemos el motivo por el que padre e hijo mataron a Eustaquio. Ese anciano no hubiera podido hacer nada contra ellos.
—Pero seguramente si conocería la identidad de Salva. Sabría que era el verdadero padre de Fermín y al venirse a vivir con nosotros, nos lo hubiera dicho. Sabríamos de esa forma que Salva nos engaño al decir que no conocía a Fermín y eso nos hubiera hecho sospechar.
—Tú ya sospechabas de él, Álvaro —dijo, Mariana.
—En realidad sospechaba de todo el mundo...
—De mí incluido —sonrió mi tío —. Ahora el problema será encontrarle...
—Solo puede estar en un sitio. Un sitio que él conoce muy bien —dije.
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Editado: 12.07.2018