El ambiente festivo de ese día dejó de importarme desde el momento en que Esmeralda la pitonisa habló con nosotros. La sombra de Fermín se alzaba amenazadora como una nube gris que oscureciera el sol.
Por la tarde se celebró el baile de máscaras y todos se disfrazaron. Incluso yo me disfracé a expensas de Mariana que dijo haber comprado expresamente el disfraz para mí.
Estábamos en la habitación de mi prima, donde subimos a ponernos nuestros disfraces.
—Vas a estar muy guapo con él —me dijo. Al verme muy serio, ella se inclinó sobre mí, besándome —. No tienes que preocuparte, nada malo va a suceder. Es tu cumpleaños y tienes...—rectificó —. Tenemos que ser felices.
Sonreí, aunque solo por verla feliz a ella, trataría de aparentar que me divertía.
Mariana me ayudó a colocarme el disfraz y al mirarme al espejo, no pude menos que sonreír.
—Has pensado en todo, ¿verdad?
—Si eres tan buen detective como pareces serlo, debes vestir como el mejor detective de todos los tiempos: Sherlock Holmes.
El disfraz era perfecto. El abrigo, los pantalones, incluso el gorro de cazador, la pipa y la lupa.
—¡Me encanta! —le dije.
—Me alegro.
—¿Tú de que iras disfrazada? —Le pregunté.
—Ya lo verás —sonrió, enigmática.
Mariana sacó una caja del armario y la colocó sobre la cama.
—Cierra los ojos —me dijo.
Yo obedecí tapándome el rostro con las manos, pero en un momento dado abrí los ojos y pude ver como se desvestía.
Cerré los ojos de nuevo, con el corazón galopando en mi pecho y la sensación de haber vislumbrado algo prohibido.
—Ya puedes abrirlos —dijo al cabo de un rato.
—¡Vaya! —Exclamé con la boca abierta. Iba disfrazada de arlequín o en este caso de arlequina. Su traje a rombos blancos y negros estilizaba su figura y terminaba en su cintura con un gracioso volante. Sus piernas enfundadas en unas medias negras me parecieron muy, muy largas.
—Estás preciosa —le dije.
Ella sonrió, encantada.
—Salgamos. El baile nos espera.
—¿No estarás pensando en bailar conmigo?
—Lo harás —me dijo —. Yo te ayudaré.
Bajamos al jardín y rápidamente nos confundimos entre la gente. Observé que muchos jovencitos del pueblo no apartaban la vista de Mariana y su atrevido disfraz, pero los ignoré. Ella estaba conmigo y no con ellos.
Nos encontramos con mi tío que iba disfrazado de Emperador romano y que era el alma de la fiesta, sonriendo y hablando a todo el mundo.
—¡Álvaro, Mariana! Estáis guapísimos — nos dijo.
—Tú también, papá —contestó su hija.
Se fijó durante un segundo en el disfraz de la niña y luego meneó la cabeza divertido.
—Sí, realmente preciosa.
Mariana le sonrió con dulzura y siguió arrastrándome hasta una de las casetas.
—¿Qué tal se te da lanzar pelotas? —Me preguntó.
—Conseguiré un regalo para ti —le dije.
Me levanté de la silla de ruedas y manteniendo el equilibrio lancé las pelotas derribando tres bloques.
—Eso ha estado muy bien, jovencito —dijo el dueño de la caseta. Tres bloques es un premio pequeño, ¿qué quieres?
Dejé que fuera Mariana la que eligiera y pidió un oso de peluche que parecía mirarnos desde el estante con cara de travieso.
—Por qué no pruebas tú, bonita —le dijo el hombre —. Por una moneda, cinco bolas.
Ella pareció entusiasmada con la idea. Le entregué el dinero al dueño del local y él me entregó a cambio cinco pelotas de trapo. Se las di a Mariana y ella se dispuso a lanzarlas.
Acertó con las cinco y se ganó el premio especial. Un elefante de peluche de tamaño real o casi.
—¡Has visto! —Exclamó muy contenta —. No sabía que pudiera hacerlo.
—¡Eres fantástica! —dije yo —. Ya sé que no debo enfrentarme contigo en una guerra de bolas de nieve.
—Te machacaría —rió ella.
El elefante acabó sobre mis rodillas junto con el oso de peluche que parecía mirarme con picardia mal disimulada. En ese momento mi tío, subido en una tarima, avisó de que el baile de máscaras estaba a punto de comenzar. La orquesta ya había ocupado su sitio junto a una rotonda donde se celebraría el baile. Los arboles estaban adornados con cintas de colores y farolillos de papel cuyas velas, en su interior, iluminaban la pista de baile. El aire impregnado de ricos aromas a carne a la brasa y a algodón de azúcar, despertó mi apetito.
Mariana me tendió los brazos y yo me aferré a ellos, levantándome de la silla.
—Agárrate a mí —me dijo mi prima y yo me abracé a ella —, y no tengas miedo. No te dejaré caer.
Su olor me embriagó. Llevaba un perfume muy dulce que aturdía mis sentidos y que nunca antes había olido y su proximidad me intimidaba, pero ella sonreía divertida.
La música, un vals que reconocí, comenzó a sonar y Mariana se abrazó a mí.
No se puede decir que bailar fuera lo que hice, aunque lo intenté de veras, porque mis piernas aún no funcionaban tal y como yo deseaba, pero lo hice lo mejor que pude y Mariana sonrió complacida.
—¿Ves? No ha sido tan difícil.
—Contigo nada es difícil —le dije.
Me besó en los labios sin importarle estar rodeada de gente que como nosotros bailaba al son de los valses.
Miré a mi alrededor y vi la mirada de mi tío, fija sobre nosotros. Le saludé con un gesto y él sonrió, saludándome a su vez. En ese momento no me hubiera importado volverme invisible.
—Tu padre nos ha visto —le dije a mi prima.
—¿Y qué? —contestó ella sin importarle.
—No sé. Había algo en su mirada...
—¿Qué era?
—Me pareció ver en él unas ganas locas de estrangularme.
Mariana se rió y para mi desgracia, volvió a besarme.
—Déjale que sufra —fue lo único que me dijo.
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Editado: 12.07.2018