Jorge Andrade enmudeció al contemplar a la anciana.
—Sí, sé lo que siente —dijo Álvaro, sonriendo —. Tengo ochenta y dos años y aún me pongo nervioso cada vez que la veo. Es preciosa, ¿verdad?
—Sí, sí que lo es.
Mariana les sonrió y Jorge reconoció esa sonrisa que nunca había visto pero que imaginó cientos de veces y aunque ahora sus cabellos eran del color de la plata, sus ojos seguían siendo como dos perlas azabaches de intenso brillo.
—Mariana, te presento a Jorge, un amigo... —dijo, Álvaro.
—Es un placer conocerle, mi hijo me contó que leyó usted el diario de Álvaro...—Mariana se acercó para besarle en la mejilla.
—Sí...señora.
—Nada de señora, Mariana a secas...
—Pues sí, Mariana...lo leí y...
—Le volviste loco, cariño, como a todos —le interrumpió el anciano con una jovial sonrisa —. Nada escapa a tus redes, eres como uno de esos agujeros negros que dicen que hay por ahí, en el universo. Ni la luz puede escapar a los ojos de mi Mariana.
—Y tú sigues siendo mi poeta favorito, Álvaro —contestó ella —. Seguro que mi marido no le ha invitado a comer, ¿verdad? Cuando se pone a hablar de si mismo, no acaba nunca...
—Sí que le invité, Mariana —protestó Álvaro con una sonrisa.
—Lo hizo y yo acepté encantado.
—¿Se lo has propuesto ya, Álvaro? —Le preguntó Mariana a su esposo.
—Todavía no. Esperaba que tú...
—Sí, yo se lo pediré...
Jorge les miró intrigado.
—Mi tímido marido desearía que se quedase usted con el diario y...
—Y que lo reescribiese—le interrumpió el escritor—. Creo que es usted la persona indicada para hacerlo. He leído algunos de sus artículos en el periódico, me he informado y creo que tiene mucho talento. ¿Le gustaría encargarse de este proyecto, Jorge?
—Sería un honor para mí.
—Puede quedarse aquí con nosotros todo el tiempo que deseé —dijo, Mariana.
—Podremos recorrer todos los lugares que indico en el diario, incluida la cueva, por supuesto — dijo, Álvaro.
—Te recuerdo, cariño —terció, Mariana —, que ya no tienes catorce años...
—Y yo te recuerdo a ti, que recorrí esa cueva en peores condiciones que las que pueda tener ahora, a pesar de mi artrosis y logré rescatarte.
—Nunca podré olvidarlo, cariño —dijo Mariana, besándolo en los labios con la misma pasión que en su juventud.
—Parece que nuestro joven amigo nos mira como si fuésemos los protagonistas de un cuento —dijo Mariana tras mirar a Jorge que permanecía embobado mirándoles a ambos.
—Es normal —dijo, Álvaro —. Para él, hasta hace un momento, tan solo eramos una imagen en su memoria, una imagen trazada por la mano de un escritor que le guiaba a través de los pasajes de un libro. Ahora, al vernos, aún no puede asimilar la realidad. Amigo Jorge, somos reales, muy reales.
—Lo sé... Lo sé —respondió, Jorge —, pero lleva razón, me cuesta creer que estén ahí, frente a mí... Y que no sean fruto de mi imaginación.
Los tres se rieron al tiempo.
—Volvamos dentro —dijo, Mariana —. Después de comer seguiremos charlando.
Acudieron los tres a la mansión y entraron en el salón, donde Manuel, el nuevo mayordomo de la familia, les esperaba para servir la mesa.
—¿Qué fue de Matías? —Preguntó, Jorge.
—¿Matías? —contestó, Álvaro —. Se jubiló, retirándose a vivir en la costa azul a un pueblo llamado, Istres. Esta muy cerca de Marsella. Murió hace unos años. Su hija nos escribió, contándonoslo.
Manuel sirvió la comida en ese momento, aplazando las preguntas de Jorge.
Al terminar, pasaron a una confortable salita, donde tomaron café.
—¿Fuma usted, Jorge?
—Sí, pero...
—No se preocupe, no nos molestará —dijo, Álvaro —. Yo también fumo...de vez en cuando. ¿Le apetece un habano. Me los traen de Cuba?
—Gracias, no quería molestarles con este vicio mío —se excusó, Jorge.
Álvaro miró a su mujer durante un segundo y ella asintió con la cabeza.
—Mi enfermera me concede el beneplácito de poder acompañarle a usted —dijo, Álvaro, procediendo a encender él también un puro —. Ahora, Jorge, cuéntenos algo de usted...
—¿De mí? Hay poco que decir...
—¿Vive usted solo? —Quiso saber Mariana.
—Sí. Aunque ahora me estoy dando cuenta de lo que me he perdido —confesó.
—Si no ha encontrado a alguien, todavía, es porque no ha llegado el momento —continuó, Mariana —. Nosotros, Álvaro y yo, tuvimos el privilegio de conocernos de niños y llevamos toda la vida juntos. ¿Aún no sé como he podido aguantarle todo este tiempo? —Dijo, sonriendo.
—Será por que soy muy atractivo —respondió, Álvaro, sonriendo a su vez —. Y porque sabes que te adoro como el primer día que te vi, tan flacucha y con las rodillas arañadas, aún que no sé lo que vi en ti...
Mariana le dedicó una sonrisa que hizo que Jorge, pendiente de sus bromas, se estremeciera pensando en todo lo que se había perdido al no ser el receptor de una sonrisa como aquella. Quizás, pensó, quizás su madre llevaba razón en eso y él era el que estaba equivocado.
—No se preocupe, amigo Jorge —dijo, Álvaro —usted aún es joven y conocerá a la mujer de sus sueños cuando menos se lo espere.
Fue en ese momento cuando se abrió la puerta de la sala y Jorge creyó que acababa de ver una aparición al ver entrar a una mujer. Era alta, casi su estatura; de cabello muy negro y el parecido de ella con Mariana era sorprendente.
Álvaro se levantó con dificultad de su sillón para saludar a la recién llegada.
—No te levantes, papá —dijo la joven —. Al final he podido venir.
—Nos alegramos, cariño —dijo su padre —. Mariana, te presento a Jorge. Te hablamos de él, ¿recuerdas? Esta es mi hija, Mariana.
—Sí. Es un placer conocerle, señor Andrade —dijo la mujer, tendiéndole la mano.
—El placer es mío —dijo, Jorge, saludándola. Mío del todo, pensó.
—No es usted como me lo había imaginado...
—¿Y cómo me imaginó usted?
—No sé. Había esperado que fuese mucho mayor. ¿Qué edad tiene usted? Si no es inmiscuirme demasiado en donde no me llaman...
—No es molestia —negó, Jorge —. Tengo cuarenta y cinco años...
—Entonces somos de la misma quinta, yo cumpliré los cuarenta y tres a finales de septiembre.
—Es usted la viva imagen de su madre... —dijo Jorge, tratando de controlar los nervios que se habían adueñado de él al ver a aquella mujer.
—Eso dicen todos —sonrió Mariana. Una sonrisa que dejaba ver lo mucho que le atraía él.
—Jorge va a quedarse un tiempo con nosotros, Mariana. Le hemos pedido que nos hiciera el favor de reescribir mi diario y él ha aceptado.
—Eso es estupendo. Mi padre no se atrevía a hacerlo, ¿puede usted creérselo? Dice que no sería imparcial y que mejor lo escribiría alguien que no se dejase seducir por lo poético de algunos recuerdos. Que le diese un toque más, ¿como decirlo?...Más externo.
—Comprendo —dijo Jorge —. Un punto de vista distinto, ¿verdad? He de reconocer que la historia y la forma en que está escrito me cautivó desde el primer momento en que comencé a leerlo. No creo que yo pueda hacerlo mejor, ni mucho menos.
—Pero sí diferente. En algunos pasajes, mi padre es muy cursi...Hay que reconocer que era un adolescente cuando lo escribió. Un adolescente enamorado. Estaba cegado por el fulgor de mi madre y es comprensible...Suprimiendo las escenas de amor, resaltaría mucho más la intriga de la historia.
—¿No cree usted en el amor, Mariana? —Inquirió, Jorge —. A mí esas escenas me gustaron mucho.
—He de reconocer que, hasta el día de hoy, no he prestado mucha atención a ese asunto. Mi carrera primero y mi trabajo, después, me han absorbido absolutamente...
—A mí me ha ocurrido lo mismo —reconoció Jorge.
—¿Estudió usted la carrera de periodismo?
—Efectivamente, ¿y usted qué estudió?
—Psicología. Me encanta ahondar en la mente de las personas...
—En la mía encontraría bien poco —confesó, Jorge.
—No sea modesto. Seguro que es un baúl lleno de sorpresas —sonrió ella —. Yo me encargaré de mostrarle todos los lugares por los que correteaban mis padres de niños, ¿si no le parece mal?
—Estaré encantado de que sea mi guía. Creo que será mejor que nos tuteemos, Mariana.
—Claro que sí, Jorge. ¿Y a lo mejor también te gustaría invitarme a cenar está noche? Hay un sitio cerca de aquí donde parece hallarse uno en el paraíso...
—Estaré encantado de hacerlo, Mariana, tenemos mucho de que hablar...
Álvaro miró a su mujer mientras su hija continuaba charlando con Jorge y le hizo un gesto con la cabeza. Era un código especial entre los dos, pues aún seguían leyéndose el pensamiento como cuando eran niños. Mariana asintió.
Sí, pensó Álvaro. Dos personas solitarias acababan de hallarse de nuevo, tal y como le ocurrió a él con su prima Mariana. Ellos hasta el momento de conocerse fueron tan solo una mitad vacía. Cuando él encontró a Mariana, hacía ahora tantísimo tiempo, supo en el acto que nunca más podría volver a alejarse de ella. Supo que había encontrado su mitad perdida y que ella le completaba. Ahora setenta años después de conocerse, Álvaro sabía, con toda la certeza de su corazón que conocer a su prima Mariana fue lo mejor que podía haberle pasado en la vida.
Su hija Mariana y Jorge nunca habían sentido el roce del amor en su piel, hasta ese momento. Pero, si de una cosa estaba seguro Álvaro, era de que, por mucho que se busque el amor este solo llega cuando el destino tiene fijado hacerlo. Ni antes, ni después. Y el momento era aquel.
Álvaro tomó a su mujer de la mano y ella recostó su cabeza sobre su hombro.
—¿Sabes, Álvaro? Yo pienso exactamente lo mismo que tú...
—¿Y tú sabes qué? Me encanta que puedas leer mis pensamientos, como siempre.
FIN
Madrid. 16 de Abril de 2018.
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Editado: 12.07.2018