Samuel tuvo que buscar en cada recoveco de su ser un poco de fortaleza para poder entrar en ese cuarto frío, sentía que las piernas no le daban y arrastraba los pies hasta la plancha de acero donde estaba el cuerpo cubierto por una sábana quirúrgica celeste.
El corazón le martillaba demasiado fuerte contra el pecho y no estaba seguro si iba a sobrevivir a ese momento o si también tendrían que hacerle un espacio a él en ese lugar.
—Usted me avisa. —Le dijo el forense, quien vivía situaciones como esas incontables veces al día, pero era imposible acostumbrarse.
Samuel inhaló profundamente, sabiendo que era imposible estar preparado para ese momento, solo llegaba a su memoria ese instante en que la vio por primera vez, aquella mañana que se la llevó a la hamaca y le hizo la promesa de que nada malo le pasaría.
«Nada malo le pasaría».
Quería llevar los ojos muy lejos de ese cuerpo inerte, no quería afrontar eso que le haría polvo el corazón, pero no tenía opciones.
—Ahora —dijo casi sin voz.
El hombre bajó lentamente la sábana hasta la altura del pecho del cadáver.
La primera impresión fue tan devastadora que sufrió un terrible vértigo, a trompicones retrocedió un par de pasos, no iba a ser fácil reconstruir ese rostro; incluso le parecía imposible que lograran hacerlo.
El médico forense sabía que era imposible que reconociera a la víctima solo por mirar el rostro que parecía una flor de carne con los pétalos colgando de sus puntas.
—Será mejor que identifique el tatuaje —aconsejó el médico al ver al hombre completamente pálido.
Sujetó el cuerpo por el hombro derecho y lo movió de medio lado. Los ojos de Samuel se posaron en el dibujo indeleble en la espalda de la mujer, retrocedió todavía más pasos, se giró y salió corriendo de ese cuatro. En medio del pasillo tuvo que detenerse y vomitar. Esa simple reacción lo dejó sin fuerzas y terminó de rodillas en el suelo, llorando.
Casi sin fuerzas buscó su teléfono en el bolsillo de su pantalón, le marcó a Rachell y en ese momento venía Ian en su ayuda.
—Amor. —Sollozó fuertemente—. No…, no es nuestra niña, no es nuestra Eli —hablaba sintiendo que estuvo muy cerca de morir y que sentirse revivir lo dejaba agotado.
Era injusto que sintiera ese alivio, que se sintiera tan esperanzado, cuando sabía que otros padres tendrían que pasar por ese infierno, por la sensación más cruda y devastadora que pudiera vivir cualquier ser humano.
—¡Dios! ¡Gracias, Dios! —exclamaba Rachell al otro lado, sintiendo que también volvía a la vida.
Sin embargo, seguía muy preocupada por Alexandre, no sabía nada de él, lo había llamado infinidades de veces, pero el teléfono siempre le salía apagado.
Había prometido que le avisaría si conseguía averiguar algo con Morais, pero eso había sido el día anterior por la tarde, y todavía no se comunicaba con ella. No quería pensar que había enviado al pobre hombre a la boca del lobo.
Intentaba deshacerse de tanto dolor que pululaba en su alma y volver a reacomodar las ideas para seguir en la búsqueda de su niña, seguía esperando la bendita llamada que la hiciera despertar de tan terrible pesadilla.
En cuanto Samuel llegó a la casa ella corrió hasta él, se abrazaron fuertemente, lloraron de alivio, se besaron con locura, saboreando las lágrimas derramadas; sin duda alguna, era la prueba más difícil que estaban viviendo y debían permanecer muy juntos para no derrumbarse, para soportar eso y usarlo como base para consolidar su relación.
Samuel estaba tan agotado de tantas emociones que decidió esa tarde no regresar a la delegación y compartir con sus otros niños, a los que tenía sumamente abandonados.
Jugó con Violet, Oscar y Renato al fútbol en el jardín, ese tiempo junto a ellos fue realmente reconfortante, porque su mente no estaba al cien por ciento en la desaparición de Elizabeth.
A Violet le dio por bañarse con su padre, estaba aprovechando que lo tenía en casa para robarse toda su atención, apenas cedió a su petición corrió a ponerse su traje de baño.
Samuel se puso una bermuda y acompañó a su niña a la piscina, donde jugaron un rato a hacer competencias de natación, pero siempre la dejaba ganar.
Era increíble cómo Violet tenía el poder para hacerlo reír, reír de verdad, con sus encantadoras ocurrencias que disfrutaba mucho y que estaba atesorando una a una, pues no quería olvidar ni un solo minuto vivido con sus hijos.
Reinhard estaba sentado en la terraza al lado de Rachell, admirando ese momento entre padre e hija. De verdad que agradecía esa tregua entre tanta angustia, aunque no podía dejar de pensar en Elizabeth, realmente no podía.
Rachell, que no soltaba el teléfono ni por un segundo lo sintió vibrar en su mano ante la llamada de un número desconocido, pero no dudó en contestar.
—Hola —habló, y era imposible que el corazón no le subiera de golpe a la garganta.
—Hola, Rachell, es Alexandre.
—¡Por Dios! ¿Estás bien? Te he estado llamando desde ayer… Estaba muy preocupada.
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Editado: 18.12.2023