CAPÍTULO 1
Suerte
– No. Puedo. Más.
Las quejas y los lamentos que mi hermana soltaba cada vez que subía dos escalones resonaban en todo el edificio.
Es lo que tiene vivir en un quinto piso sin ascensor, en un edificio con escaleras viejas y minúsculas. Cada piso que subes te quita al menos cinco años de vida.
— Sólo vamos por el tercer piso — le contesté mientras me paraba a coger aire.
Bueno. En realidad esto era una verdad a medias. Yo sí estaba en el tercer piso, pero Lulú estaba parada en el descansillo del segundo.
La vi coger una bocanada de aire mientras apoyaba su peso en la barandilla gastada y oxidada por los años.
— Pues no puedo más.
— Ya te dije que teníamos que tomarnos más en serio eso de hacer algo de ejercicio.
La mirada asesina de Lulú se clavó en mi rostro.
— ¡Yo estoy en forma! Saqué en educación física un 7.8 el anterior trimestre.
— Lulú, estás seseando como si hubieras corrido un maratón.
Se veía horrible. Aunque a decir verdad de ello no sólo tenían culpa los malditos escalones de este putrefacto edificio en el que nunca nos acostumbrariamos a vivir, sino también el calor que hacía. Impropio de la fecha en la que aún estábamos. Se suponía que estas temperaturas aún iban a tardar en llegar casi un mes, pero no, este año se habían adelantado y estábamos pasando por lo que la chica del tiempo denominaba como verano precoz.
— ¡Pero esto es por el embarazo! — se veía exasperada.
— Y si estás así ahora, ¿qué se supone que haremos cuando estés a punto de dar a luz con una barriga tan grande que ni llegues a observar tus pies?
— Me llevarás montada en tu espalda.
Fue una afirmación pero sonó como una pregunta de la cual solo me salió soltar una carcajada.
No podía con mi cuerpo, ni en broma iba a poder con dos más. Ni aunque entrenase con el mismísimo Rocky Balboa durante los restantes seis meses de embarazo.
— Mierda.
Aquella palabra salió de la boca de mi hermana interrumpiendo cualquier cosa que yo fuera a decir y automáticamente mis ojos volvieron a ella para ver su rostro pálido y con una mueca de asco en él.
— ¿Qué…?
Ni siquiera tuve tiempo de terminar mi pregunta.
Lulú curvó su cuerpo hacia delante y soltó una arcada increíblemente sonora de la cual no llegó a expulsar nada.
Uag.
Las malditas nauseas propias del embarazo no terminaban nunca. Aparecían en cualquier momento del día, de golpe y sopetón, y ni tomando al día dos o tres pastillas, carismas por cierto, conseguía estar veinticuatro horas sin devolver.
Bajé corriendo hasta estar a su lado y agarrar sus hombros con la intención de ayudarla, aunque para ser honestos nunca se me había dado muy bien este tipo de situaciones.
Lulú tenía los ojos cerrados y negaba con la cabeza una y otra vez. La náusea llegó de nuevo pero no soltó nada y del esfuerzo una lágrima corrió por su mejilla.
Claro. Era imposible que lograse devolver algo porque comía muy poco.
El apetito era otra de las cosas que le había cambiado desde que ese bebé había ocupado su vientre. Le daban asco muchos alimentos que antes adoraba y cualquier cosa que comía le caía mal. Es por eso que su peso incluso había bajado un poco desde que comenzó esta etapa.
Por suerte la doctora nos había tranquilizado diciendo que esto era algo común en muchísimos embarazos, que simplemente había tenido mala suerte con respecto a este tema, porque hay mujeres que ni siquiera tienen una arcada durante los nueve meses. La doctora Claire, ginecóloga, veía a Lulú cada dos semanas para controlar su peso, y eso en cierto modo nos tranquilizaba a las dos. Todo entraba dentro de los parámetros normales.
Su consejo fue simple: “Intenta comer lo que te apetezca, sea lo que sea, y aprovecha los momentos en los que tienes hambre para alimentarte. Que no te importe si son las tres de la mañana y te apetece un plato de macarrones con queso”
El primer día que se levantó de madrugada para preparar una hamburguesa casi sale ardiendo nuestra cocina. Así que desde ese día me levanto yo. Sobre todo porque no quiero morir antes de los treinta.
— Niñas, pasad.
La dulce y hogareña voz de la señora Vivian, nuestra vecina, nos hizo sobresaltar a la vez. Ninguna de las dos habíamos oído a nuestra vecina abrir la puerta. Pero era lógico que ella sí había escuchado a Lulú intentar vomitar.
Dos segundos después Lulú corría dejándonos atrás a Vivian y a mí, directa al cuarto de baño.
– Vamos, te pondré una coca-cola mientras esperas a que tu hermana mejore.
Y, ¿cómo iba a decir que no a una coca-cola fresquita cuando me sudaban partes del cuerpo que hasta hoy no sabía que podían sudar?
Pues dicho y hecho. Vivian me ofreció la bebida mientras me insistía que tomase asiento en el sofá grisáceo que decoraba su modesto salón.
En cuanto a distribución la casa de la señora Vivian era igual a la nuestra, sin embargo, aquel lugar tenía ese toque típico que tienen las casas de las abuelas. Algún cuadro con un paisaje colgado en la pared, figuritas sobre los muebles de madera maciza, un televisor algo antiguo, manteles de crochet sobre la mesa redonda que estaba situada en el centro del salón… incluso olía a galletas recién hechas.
Nuestro salón en cambio era… ¿cómo llamarlo? Simple, supongo. No nos sobraba el dinero como para ponernos a decorar la casa. El alquiler se llevaba todo el presupuesto que podíamos invertir allí.
– Voy a por unas patatitas.
– No te preocupes – pero ella ya estaba corriendo hacia la cocina de nuevo.
Mientras, de fondo la chica que daba las noticias, parecía volver a hablar sobre el tema del momento. Ese hotel famoso y todos esos ricos anunciando que se habían ofrecido para el puesto de trabajo.
Nada más fue publicada supe que aquello sería un auténtico bombazo. Sin embargo, no imaginé el revuelo que se formaría días después en todo el país, inclusive fuera de este.