De repente el cielo se había oscurecido en una escala amoratada. No había nubes, solo esa masa brumosa que todo lo cubría, como una cúpula inmensa. Un grupo de pájaros posicionados en V surcaba el cielo agitado. Ella no sabía qué clase de aves eran: del todo blancas y regordetas, pero agiles, eran capaces de esquivar lo que la naturaleza les arrojaba en la tormenta.
Con la misma brusquedad con la que su cielo hermoso y pacífico se había transformado en esa masa brumosa, un conjunto de rayos luminosos surcó el espacio.
Los primeros fueron mudos.
Luego un torrencial se desató acompañado de ruidosas corrientes eléctricas. El vendaval arrastraba a los pájaros que luchaban con todas sus fuerzas para no quedarse atrás y perderse en la tormenta; sin embargo, ellos solo eran pajarillos insignificantes, y aquel cielo era inmenso.
Poco a poco las aves fueron cediendo y cayeron una tras otra hasta perderse en la bruma, rindiéndose ante la naturaleza.
Quedó una, la más pequeña de las aves. Sus ojos negros temblaban y mostraba un sentimiento muy poderoso, pero ella no podía identificarlo. Tal vez era pena por sus compañeras caídas; tal vez temor ante la corriente que agitaba su pequeño cuerpo; o quizás era tristeza, por aquel hermoso cielo que había desaparecido.
La pequeña pensó:
“Este no puede ser mi cielo”,
cuando comenzó a perder altura.
“Este no puede ser mi cielo”,
y siguió luchando contra la corriente.
“Este no puede ser mi cielo”,
pero todo se oscureció.