La cena fue tranquila. Padre e hija disfrutaron de la comida casera como si fuera la primera en mucho tiempo. Luego de un viaje tan largo y estresante, era agradable sentirse establecido. Carmen no habló de la casa ni de nada en particular, pero Harry pudo darse cuenta de que estaba más animada que cuando llegaron. Al menos, mostraba alguna emoción.
En un determinado momento, a Harry se le ocurrió romper el silencio.
–Bueno, ¿cómo es tu nueva habitación? ¿Te gusta?
–Es grande, parece un castillo.
Carmen sonrió. Ella sabía qué era lo que su padre quería; y lo comprobó cuando él también sonrió, antes de morder una papa.
–Tienes toda la razón, es por eso que elegí este lugar, sabía que lo verías de esa forma –hizo una pausa para tomar agua–. Cuando vi la casa me recordó a tus dibujos, los que hacías de palacios y mansiones donde te gustaría que viviéramos.
El camino hacia el pasado era denso y extenuante. Carmen no quería recorrerlo en ese momento. Necesitó emplear todo su genio para engañar a su padre y hacerle cambiar de tema.
–Hay una muñeca en mi habitación.
No era lo más inteligente que se le podía ocurrir, pero era algo.
– ¿En serio? Antes aquí vivía una pareja y tenían una niña, ahora ya ha crecido; debe de ser muy anciana. Quizás ha dejado su muñeca para la próxima niña que viviera aquí.
Carmen se preguntó cuántas veces había sido vendida esa casa. Cuantos niños y niñas habían corrido por los pasillos y subido las escaleras.
“No pudieron ser muchos”, pensó.
Para que aún vivieran los antiguos residentes de esa casa tan vieja (uno de ellos, al menos) tendrían que haber vivido en ella una o dos familias como mucho.
–Pero es extraño, tiene ropa muy parecida a la mía, y cabello, también sus ojos.
El recuerdo de aquel rostro de trapo, con las huellas del grueso hilo negro y los ojos de botón, la hizo sobresaltarse. Se le revolvió el estómago y no tardó en perder el apetito.
Harry la observó sorprendido al verla levantarse antes de terminar su plato. Era víctima de una inquietud similar a la de Carmen, pero la causa era muy distinta.
–Puede que esa fuera la moda aquí hace unos años.
Carmen volvió la cabeza y enarcó una ceja.
–Papá, tiene exactamente la misma ropa –insistió–. Hasta el lazo. ¿Cómo podría tener mi lazo?
–No lo sé cariño, debe ser una coincidencia.
Carmen se lo creyó por un segundo. Quería creerlo y dejar de preocuparse, pero el recuerdo de la muñeca le provocaba un cosquilleo que trepaba por su vientre como una serpiente.
Antes de desaparecer tras la puerta del comedor, Harry la detuvo y le dijo unas palabras que Carmen hubiera preferido no escuchar.
–Hija, sé que es difícil, pero comenzaremos una nueva vida aquí y quiero que lo intentes; los dos lo intentaremos ¿De acuerdo?
Hubiera sido mejor que no se lo recordara. Lo sabía, como todo niño sabe que al día siguiente empezará la secundaria, se dará una vacuna o irá a sacrificar al perro viejo de la familia. Lo sabes y lo has aceptado, pero recordártelo aunque sea con palabras alentadoras es como meter el dedo en la llaga: Harry era experto en meter accidentalmente el dedo en la llaga.
Carmen asintió ante los ojos suplicantes de su padre; le dio un abrazo y, sin decir adiós, subió las escaleras.
Dejó a Harry solo en la mesa, pensando en su mujer y en sus hijos, preguntándose a sí mismo cómo rayos había pasado eso. ¿Cómo habían hecho ellos para sobrevivir? Sus recuerdos eran como un cielo cubierto de nubes. A veces se abría un pequeño hueco entre ellas y lograba extraer sensaciones, imágenes fugaces y hasta sonidos; muy de vez en cuando palabras. Más bien gritos.
¡Papá! ¡Papá ayúdanos!
Las voces de sus dos hijos mayores ahogándose entre otros sonidos, sonidos de olas. Sentía el frío del agua y luego la corriente lo empujaba contra las rocas, y hacia más recuerdos.
Su esposa gritando el nombre de Carmen.
¡Oh por dios! ¡Sálvala! ¡Sálvalos!”
Y luego nada. Absolutamente nada. Esa parte de sus recuerdos, de su cielo, estaba cubierta por nubes macizas.
Desde el funeral, Harry sentía que se alejaba cada día más de su hija: no importaba cuanto intentase hacerla sentirse querida, tampoco cuánto intentase convencerla de que no había sido su culpa.
Sin embargo, el pensamiento que más le preocupaba era que en el fondo de su alama, entre la soledad y la desolación, él mismo culpara a Carmen por el accidente.