Me muevo lejos del profesor Malcon y tomo asiento al lado del catire*. Lo observo unos segundos en espera a que se presente pero es en vano, no lo hace, se mantiene con el ceño fruncido, su labio inferior entre los dientes, y toda su atención puesta en un ejercicio en su cuaderno de Propiedades Coligativas.
Cuando entré y lo divisé lo primero que pensé fue que era llamativo, y ahora que estoy más cerca de él el pensamiento no cambia, se hace más vehemente y acertado: su cabello es rubio con pequeños destellos más claros; sus ojos son de un tono dorado oscuro con leves pinceladas verde alrededor de sus pupilas, están adornados, también, con pestañas largas y encrespadas, aunque no estoy convencido de sí el color es acertado, los pude apreciar apenas breves instantes; sus labios no son ni gruesos ni finos, sino pronunciados, rosados, suaves; su nariz es respingada y queda a la perfección con la forma acentuada de su rostro; su piel, por último, se me antoja curiosa, es muy pálida para pertenecer a alguien que vive en un lugar tan soleado.
La verdad es que creo que es uno de los niños más bonitos que he visto.
Saco mi cuaderno junto a mis lápices y un borrador, los acomodo en la mesa y me dispongo a prestar atención. Copio el título con el lapicero azul claro y hago memoria de la primera vez que vi el tema hace un par de años, en noveno grado; no es complicado una vez que aprendes la teoría, luego, sólo es cuestión de dedicación.
Un gruñido suena cerca de mí oído y volteo en su dirección. El catire tiene ambas manos cubriéndole el rostro con evidentes señales de frustración, quizás una mezcla de estrés y exasperación.
— ¿Te encuentras bien? —Me atrevo a preguntar. Él retira las manos, tan rápido como se percata de mi presencia, y me mira, con una mueca curvada hacia arriba en los labios. Parece estar sorprendido de que le hablara.
Asentir bruscamente es lo único que hace previo a dirigir su vista al pizarrón y seguir escribiendo. Me resulta extraño, no sólo su comportamiento indiferente, sino la manera en que su cuerpo se tensó ante el roce de mi hombro con el suyo. Suspiro e intento ignorarlo volcando mi concentración en lo que explica el maestro, pero se me es irrealizable: hay algo que me molesta bastante y no logro descifrar qué.
Miro el reloj sobre la puerta: faltan pocos minutos para que la clase termine y tenga que encaminarme a otra con más personas nuevas. Cierro los ojos unos segundos y respiro profundo tratando de apaciguar los nervios que me invaden poco a poco. ¿En realidad fue buena idea venir hoy? Justo ahora, lo dudo; pudo haber sido mejor tomarme más tiempo para adaptarme. Vuelvo a ver la hora y advierto cómo mi rostro empalidece; no conozco a nadie y no quiero estar solo. Nunca me ha gustado estar solo.
De pronto, el sonido hueco de algo cayéndose llega a mis oídos, así que me giro hacia mi compañero —cuyo nombre aún desconozco—, y lo veo fruncir los labios. Me agacho y, cuando tengo su teléfono celular entre mis manos, me quedo observándolo un momento pensando en alguna forma de socializar.
Le tiendo el aparato poco después pero, al él intentar tomarlo, lo esquivo.
— ¿Cómo te llamas? —Sus ojos mieles me miran con curiosidad, con gracia al mostrarme tan confiado cuando es palpable que la angustia me carcome—. Tranquilo, mi intención no es molestarte.
Su boca se abre para responderme, sin embargo, el ruido abrupto de la campana hace que me sobresalte. Entonces, todos los alumnos empiezan a avanzar fuera del aula. Mientras, el catire me arrebata el celular y toma sus pertenencias restantes para desaparecer por la puerta tan rápido, que yo sólo me quedo aquí, atónito. No sé el porqué, pero con el acto lo único que ha logrado es aumentar mis ansias por conocerlo.
Guardo lo utilizado en mi bolso y me levanto con el propósito de encaminarme al gimnasio que, de hecho, no tengo idea de dónde se localiza. Estoy a punto de salir del aula cuando el profesor Malcon me detiene.
—Walker será tutor esta semana, debes buscarlo y decirle que te ayude. Si él se rehúsa tienes que hacérmelo saber, ¿entiendes? —Asiento y salgo, alzando la vista en busca de mi compañero.
Al no verlo por ningún lado no puedo evitar preguntarme si no le importará que le vayan a sumar puntos por mostrarme dónde quedan los salones. Quiero decir, ¿qué clase de persona es? Me produce intriga, no porque sea agradable a la vista, sino porque hay algo en él que se me antoja diferente, extraño...
Avanzo por el pasillo a paso lento, inspeccionando los salones desde afuera con cautela. ¿Por qué les ponen números en lugar del nombre de la asignatura?, así resultaría mucho más fácil ubicarse, no requeriría de un “guía”.
El lugar es muy diferente a lo que estoy acostumbrado: en Venezuela no podía escoger mis clases ni usar la ropa que quisiera, no tenía hora de almuerzo puesto a que, comúnmente, terminaba las clases antes de la una y treinta y empezaban a las siete de la mañana, no a las ocho. Antes no cambiaba de salón al menos que tuviera práctica de laboratorio o educación física (clase de deporte); los profesores eran los que se encargaban. Tampoco existía tanta variedad en materias y cursaba doce, no siete... En general, todo es nuevo para mí.