Cuando vi a Ian salir corriendo por el pasillo lo primero que me pregunté fue sí debía ir tras él. Luego, al digerir el estado en que se encontraba, pensé que era bastante evidente que debía hacerlo, pero no estaba seguro de que eso le agradara. Y cuando por fin me hallé listo para tomar una decisión, ya estaba encaminándome en su dirección.
Ahora estoy sentado a su lado, escrutando su rostro mientras la afasia reina entre las cuatro paredes del baño de hombres. Sí mi mamá me viera, sé que me regañaría por saltarme las clases el primer día; sin embargo, también sé que estaría orgullosa por no haberlo dejado solo: ella siempre dice que la soledad en momentos de tristeza puede llevarnos a cometer locuras de las que podríamos arrepentirnos el resto de nuestras vidas.
Cuando Ian me confesó ser gay, mi corazón dio un pequeño salto logrando que el interés que sentía anteriormente por él, se volviera más intenso. Lo que hay tras esa apariencia de niño rudo y reservado se me hace fascinante a pesar de no saber qué es con exactitud. Aunque, en realidad, el porqué no me importa mucho.
Sigo esperando a que responda mi pregunta, y continuaré en ello hasta que se le antoje acabar con el silencio; mis intenciones no son presionarlo, apenas estoy descubriéndolo y ya parece que tienen una lucha en su interior. Si no quiere hablar más, por mí está bien. Sólo quiero que se sienta un poco mejor, que deje de llorar y que sonría, porque a pesar de que se ve muy tierno así, el hoyuelo que se asienta en su mejilla izquierda cuando lo hace me resulta más satisfactorio que su piel ruborizada por el llanto.
—Lo prefiero así —dice, al cabo de unos minutos.
— ¿Por qué? —Me atrevo a cuestionar, una vez más. Él clava su vista en mí y sus ojos mieles se entrecierran, posiblemente esperando a que me sienta incómodo—. Lo siento.
Cuando sus labios se entreabren creo que va a decirme algo ofensivo, pero me toma por sorpresa cuando los cierra y su ceño se frunce. Hay algo muy llamativo en sus ojos que no se debe al color —aunque éste es hermoso—, sino a un sentimiento tras ellos que grita con desesperación. Y no logro descifrar qué es lo que intentan manifestar.
Reparo, entonces, en las pecas apenas visibles que bañan sus pómulos y en las acentuadas y redondas en su nariz. Es extraño que sean así, pero me gusta. Es diferente.
—Ya te dije; así soy.
Su respuesta deja mucho que desear y no puedo culparlo, se nota que nunca habla de sus sentimientos por la manera en la mueve sus manos, con nervios.
—Entiendo. —Ya no me interesa demasiado haberme saltado clases. No me gusta la idea de alejarme de él sabiendo cómo se siente—. No quiero que pienses que soy... entrometido al haber venido, Ian.
—No lo pienso. —Su voz es áspera y ronca y, justo ahora, habla más lento que la mayoría de las personas con las que me he topado—. Sé que lo eres, pero no te preocupes por eso, puede ser inevitable.
Sonrío, y me permito comentarle—: Puedo ayudarte con química, sí quieres. Entiendo muy bien el tema.
Parpadea varias veces y algo en él cambia, se observa perfectamente en sus orbes.
—No quiero tu ayuda —suelta, levantándose del suelo. Yo lo imito, preguntándome qué hice para que volviera a actuar indiferente—. No te necesito.
Se acerca al lavamanos, abre la llave y mete sus manos unos instantes para, luego, pasárselas por la cara y soltar un suspiro cargado de frustración que no logra pasar desapercibido. Saca una toallita del compartimiento y se seca; puedo ver cómo los músculos de sus brazos —que no son grandes o exagerado pero sí fuertes— se tensan con cada movimiento que hace.
Se gira y su mirada, un poco irritada, da con la mía. Siento que debo decir algo, lo que sea para que no se vaya. No obstante, es palpable que no desea mi presencia, así que me limito a sonreírle y esperar el siguiente movimiento.
En este instante sus tonalidades entre mieles y verde se mezclan y brillan con vehemencia, haciéndome saber que quiere pronunciar algo que no puede permitirse. Tal vez es probable que mi mente esté alucinando y, una vez más, simplemente sus ojos sean así.
—Estaré bien —aclara—. De todos modos, gracias por querer hablar conmigo… Eres buena persona, Leo, pero no vuelvas a hacerlo. Créeme, es mejor así.
Y, sin más, sale del lugar, dejándome con una percepción opresiva y asfixiante en el pecho que, a priori, logré experimentar en situaciones que justo ahora prefiero mantener bajo el candado de mi corazón.
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Me encuentro caminando hacia la parada del autobús, el mismo lugar en donde éste me dejó en la mañana —a unos escasos metros de la entrada de la escuela—, y sólo puedo pensar en Ian y su inusual forma de actuar. Aunque, de cierta madera, esperaba algo parecido de su parte: desde el primer instante se mostró indiferente, distante, ¿por qué habría de cambiar ante un pequeño acercamiento mientras lloraba en el baño?