Me despierto. Veo el reloj: son las 7. No quiero levantarme. Me doy la vuelta en la cama, buscando un escape en el sueño, en la nada. Me vuelvo a dormir. Cuando despierto de nuevo, son las 8. Otra hora menos, pero parece que el día no avanza, que el tiempo se niega a moverse de verdad. Cierro los ojos otra vez, esperando no volver a abrirlos. Pero los abro. Miro el reloj: son las 9.
Cada día es lo mismo. Cada día es una tortura. No tengo trabajo. No tengo amigos. No tengo un propósito. La única persona con la que cruzo palabras es el panadero de la esquina, y solo le hablo para comprar algo que ni siquiera necesito. Es un diálogo vacío, como todo en mi vida. Estoy harto. Harto de mí mismo, harto de esta rutina, pero no tengo el valor de cambiar nada. No tengo las agallas de subirme a la azotea y saltar. Es estúpido, ¿no? Quiero que todo acabe, pero ni siquiera soy capaz de terminarlo por mi cuenta. A veces pienso que sería más fácil si el universo lo hiciera por mí. Un accidente, un piano cayendo del cielo, lo que sea. No tendría que tomar la decisión. Solo... desaparecería.
Todos los días, la veo. A esa chica. Pasa siempre por mi calle. Es hermosa. Su simple existencia me recuerda lo patético que soy. Nunca se fijaría en alguien como yo. Ni siquiera me ve. Bueno, una vez lo hizo. Me miró, solo por un segundo. Y después, inmediatamente, apartó la mirada, como si yo fuera algo desagradable. Ese momento fue suficiente para convencerme de que me desprecia, aunque probablemente ni siquiera sabe que existo.
¿Quién soy? ¿Qué sentido tiene esto? No debería estar aquí. No debería vivir. Cada segundo de mi existencia se siente como un peso inmenso, como si estuviera atrapado bajo toneladas de agua, incapaz de respirar, incapaz de moverme. Solo existo. Y esa existencia, este vacío, me consume. ¿Por qué no puede acabar todo? ¿Por qué tengo que ser yo quien haga algo? ¿No podría simplemente pasar algo, algo que termine con esta pesadilla de una vez por todas?
Me levanto de la cama, sin motivo alguno. Camino hacia la ventana y la veo pasar, como cada día. Esa chica. Ella sigue su vida, ajena a todo, sin saber que alguien la observa, que alguien está aquí atrapado en esta prision invicible. Me preguntao como será acercarme a ella, hablarle,pero la idea se disuelve antes de tomar forma,que podría decirle? Que podría ofrecerle? Nada, no soy nada.
Ella sigue caminando, yo sigo siendo un espectador de mi propia vida,incapaz de moverme,incapaz de actuar,. Cada día es igual que el anterior,y no sé cuándo, o si alguna vez, terminará.
Me quedo sentado al borde de la cama, con la mirada perdida en el suelo. Cada rayo de luz que entra por la ventana parece burlarse de mí, recordándome lo que no puedo alcanzar. La rutina es mi cárcel, y cada día es un recordatorio de que no puedo escapar. Intento recordar cómo era sentir algo diferente, cómo era experimentar alegría o esperanza, pero esos recuerdos se han desvanecido en un océano de monotonía y desesperanza.
Los días se desdibujan, y la realidad se convierte en un borrón gris. A veces, me encuentro hablando conmigo mismo en voz baja, como si eso pudiera ofrecerme consuelo, una conexión. Pero las palabras suenan huecas, como un eco en una caverna vacía. ¿De qué sirve hablar si nadie escucha? Las conversaciones con el panadero son lo único que me ancla a la realidad, pero son tan breves que apenas dejan una impresión. Me pregunto si él siente alguna curiosidad por mí o si simplemente me ve como un cliente más, un rostro más en su vida cotidiana.
A medida que el día avanza, me aferro a las pequeñas cosas. Miro la luz del sol que se filtra a través de las hojas de los árboles, trato de recordar el sonido de la risa de un amigo, o el aroma de un café recién hecho en una cafetería llena de vida. Pero esas cosas se sienten tan lejanas, como si pertenecieran a otra vida, a otro yo que se ha perdido en el tiempo. En su lugar, la realidad vuelve a imponerse, recordándome que no tengo a nadie con quien compartir esos momentos. La soledad es un compañero implacable, que se sienta a mi lado y susurra que no valgo la pena.
Cada vez que veo a la chica pasar, siento una punzada en el pecho. La forma en que su cabello brilla con la luz del sol, cómo sonríe a quienes la rodean, su andar despreocupado. Esa imagen se graba en mi mente como una película que no puedo detener. La he visto reír, y ese sonido resuena en mi cabeza, mezclándose con mis pensamientos oscuros. ¿Qué se siente ser tan feliz, tan libre?
Hoy, ella lleva un vestido ligero que ondea con el viento, y me siento como un fantasma, condenado a observar la vida desde la distancia. Cada paso que da me recuerda lo poco que he logrado. Pienso en acercarme, en decirle algo, aunque sea una tontería, algo que rompa el silencio que me ahoga. Pero el miedo me paraliza, como siempre. La incertidumbre de su reacción me atrapa en un ciclo de dudas. ¿Qué le diría? ¿Qué podría ofrecerle que valiera la pena?
A medida que se aleja, el nudo en mi pecho se hace más fuerte. La vida sigue, y yo estoy aquí, aferrado a la ventana, mirando cómo se desvanece una oportunidad que nunca supe si existió realmente. Y aunque mi mente grita que haga algo, que tome una decisión, mi cuerpo permanece inmóvil, como si hubiera perdido la capacidad de actuar.
Me vuelvo a sentar en la cama, sintiendo la presión en mi pecho. Respiro hondo, tratando de encontrar un poco de calma en este torbellino de emociones. Pero la ansiedad se apodera de mí. La pregunta persiste: ¿por qué sigo aquí? La vida debería ser más que esto. Pero aquí estoy, atrapado en mis propios miedos, en mi propia vacuidad.
Intento recordar momentos pasados, cuando había risas, alegría, y un futuro que parecía brillante. Pero esos recuerdos son solo sombras, y cada vez que intento aferrarme a ellos, se escapan entre mis dedos. La idea de que algún día podré sentirme completo otra vez parece tan distante, tan irreal.