A la mañana siguiente, Eileen se levantó con un dolor persistente de cabeza. Al principio no supo muy bien por qué, pero luego recordó todo e inconscientemente se llevó una mano al cuello, donde su padre la había besado sin su consentimiento.
Se incorporó con un suspiro de resignación y se levantó de la cama, recogiendo su despeinado pelo rubio en un moño. Fue entonces cuando se percató de que, en su almohada, había una hoja amarilla de otoño.
Eileen frunció el ceño levemente y la cogió para examinarla más de cerca. Olía a su bosque.
Aquello no tenía ningún sentido, pues ella se había asegurado la noche anterior, mientras se duchaba, de que no quedara ningún rastro en su pelo después de la carrera por el bosque. ¿De dónde había salido entonces la hoja?
Finalmente, decidió colocarla en su mosaico: una especie de dibujo que decoraba ya casi todas las paredes de su habitación. La chica se había esforzado mucho en crearlo, pues estaba compuesto solamente por restos de plantas recolectadas por todo su bosque.
Después se vistió y bajó de su dormitorio hasta la cocina, donde desayunó con algo de más tranquilidad. Sabía bien que su padre no iba a despertarse tan temprano, pues la cantidad de alcohol ingerido la noche anterior había sido muy grande.
Salió de la casa, bien abrigada esta vez, y caminó por el sendero hacia la ciudad.
Había quedado con Farah y Yaerely, sus mejores y únicas amigas. A pesar de que solía estar con ellas a menudo, aquel día tenía algo que lo hacía distinto: no habían quedado cerca del bosque, como siempre, sino en medio de la ciudad. No estaba muy segura de por qué, pero tampoco lo había discutido.
Las había conocido cuando aún iba al instituto, poco después de que su hermano se marchase. Ella tenía quince años recién cumplidos por entonces y aquella amistad le había dado fuerzas para seguir adelante.
Eileen se había visto obligada a dejar de estudiar en cuanto cumplió los dieciséis. Su padre había dejado de mantenerla económicamente al mudarse, y ella estaba harta de tener que robarle de vez en cuando de la bolsa de dinero de su armario, ganándose más palizas de las habituales.
Así que, en cuanto fue legal para ella trabajar, dejó el instituto y firmó un contrato con una tienda en pleno centro de la ciudad. Con aquel trabajo ya no necesitaba a su padre monetariamente para nada. Y eso la hacía sentir algo mejor... y a la vez algo peor.
Porque Eileen siempre había querido estudiar y, de vivir en otras circunstancias, lo habría hecho. Aunque eso hacía ya mucho tiempo que daba igual.
Llegó a la parada del autobús, al final del sendero de su casa. Pagó y se montó en uno de los vehículos.
Ese fue el momento en el que se percató de que algo malo estaba pasando. Ya había habido señales antes, pero se trataba de la primera vez que se veía incapaz de, simplemente, ignorarlas.
Era una sensación extraña, como si se sintiese atrapada dentro del autobús o como si, de repente, padeciese una claustrofobia severa.
Se mareó un poco, por lo que cerró los ojos con fuerza y apoyó la mano en una de las barras del vehículo, intentando mantener el equilibrio. Fue una mala idea: el simple contacto con el frío metal le produjo un cosquilleo desagradable, parecido a una descarga eléctrica, y tuvo que apartar la mano.
Se miró los dedos, que ahora estaban rojos e hinchados, y tragó saliva lentamente. Reconocía esos síntomas. No era la primera vez que se quemaba.
Un escalofrío de pánico le recorrió todo el cuerpo, súbitamente. Se había quemado... sin haber tocado nada caliente.
Se mordió el labio inferior con fuerza. Era incapaz de entender nada y el agobio era tan grande que le costaba respirar. Bueno, en general, todo su cuerpo parecía estar pidiéndole a gritos que se marchara de allí. No había más que observar sus delgados brazos, que temblaban frenéticamente de miedo y dolor.
Finalmente no pudo soportarlo más y se decantó por seguir sus impulsos. Se bajó del autobús en cuanto pudo, solo para caminar hasta donde estaban tus amigas.
Con el simple hecho de alejarse del vehículo, consiguió que la sensación de encierro pasase de inmediato. Y no solo eso, pues las molestias de su mano habían también remitido.
Contuvo la respiración. Casi parecía que se lo hubiese imaginado. Sin embargo, solo tuvo que tantear sus pendientes, también hechos de metal, para sentir lo mismo que en el autobús y comprobar que todo había sido muy real. De alguna manera, ahora parecía tener una especie de alergia al metal. No lo comprendía, no podía hacerlo.
Lo cierto era que los aretes no dolían lo suficiente como para tener que quitárselos, pero decidió que no iba a correr ningún riesgo estúpido, así que se los sacó y guardó en su bolso.
Llegó al fin a su destino. Miró a su alrededor, en busca de sus amigas, a las cuales visualizó en pocos segundos.
Farah y Yaerely eran idénticas físicamente, como gemelas que eran. Ambas altas, de piel negra y de ojos bellos y oscuros. Ambas con pelo rizado y largo.
Reconocerlas físicamente y diferenciarlas hubiese sido una tarea difícil, si no fuese por su carácter, no contrario pero sí muy distinto.
Farah, más libre y con su melena eternamente despeinada. Siempre tenía una sonrisa que ofrecer a todos.
Yaerely, más callada y cauta. Recogía su pelo con algunas trenzas, por lo que solía tener un aspecto mucho más cuidado que su hermana.
Ambas eran salvajes, distintas a todo lo demás, aunque cada una a su propia manera.
-¡Eileen! -gritó Farah, corriendo hacia ella.
Aquel día Farah llevaba un camiseta color chillón rosa y unas mallas azules. Su amiga no tendía a acertar con las combinaciones de colores, ni con la época, realmente. Cuando estaba con ella, Eileen no podía evitar pensar que Farah parecía haber salido de una antigua foto de los años ochenta. No obstante, tal vez la ropa fuese lo menos destacable del carácter estrambótico que poseía la chica negra.