Zoe Anderson.
Intento abrir mis ojos, los siento algo pesados por el sueño. Me había quedado hasta tarde cuidando a los hijos de la familia Johnson.
Froto mis ojos con mis manos y los abro para ver la hora.
Son las 06:33 de la mañana, dejo mi celular en la mesita de noche y vuelvo a cerrar mis ojos, pero los vuelvo a abrir de golpe.
¡Maldición! Es tarde.
Me levanto rapidísimo de la cama, corro hasta el armario para buscar ropa. Me cambio intentando ser Flash y me lavo los dientes.
Aclaro que esto no me pasa todos los días, sólo cuando salgo de trabajar tarde. ¿Quién dijo que cuidar niños no era cansador?
Bajo las escaleras casi tropezando en los últimos escalones, estoy por abrir la puerta y me acuerdo que me estaba olvidando mi mochila.
Corro de nuevo escalera arriba, abro la puerta de mi habitación y agarro el bolso que está arriba de una silla.
Lo único que ruego, es que el autobús se haya retrasado. El profesor de matemática me va a matar por llegar tarde de nuevo.
Abro la puerta principal y cuando salgo, me encuentro con un camión de mudanza. ¿Nuevos vecinos? ¿Quiénes serán?
Ni loca me quedo a averiguarlo, corro deprisa hacia la parada. Para mi poca suerte, el autobús ya había pasado.
Que bueno que no me queda tan lejos el colegio, sólo a unas veinticinco cuadras. Claro, esas veinticinco cuadras, las transpire todas.
Un poco más, le doy una patada a las puertas principales del colegio para entrar y me dirijo al salón a la que me corresponde ir.
Estando frente a la puerta, me paro apoyando mis brazos sobre las rodillas, mi estado físico es un desastre. Respiro de manera acelerada, mientras mi pecho se mueve a la velocidad en la que respiro.
Toco a la puerta y el profesor me abre con mala cara, ya estaba acostumbrado a mis tardanzas.
Entro con la cabeza gacha y como todas las mañanas, me disculpo por llegar tarde.
No me pasa siempre, pero con este profesor sí. No me sorprendería si me odiara.
—Usted señorita Anderson —Me señala con su dedo acusatorio—, siempre llega tarde ¿sabe qué la tardanza le baja las calificaciones?
—Sí, señor Brown.
Pone los ojos en blanco y luego me hace señas para que me siente. Hago caso a su mandato y me siento junto a mi mejor amiga.
Lina me saluda moviendo su mano de un lado a otro. Yo le digo un «Hola» en un susurro, para que el profesor no me pueda escuchar. No quería que me mandara a la dirección, ya tenia suficiente con la tardanza, no quería más problemas.
No pude hablar en todo la clase con Lina, como ya dije, no quería más problemas. Pero en el receso comimos juntas.
Comiendo del almuerzo, le empiezo a contar a mi mejor amiga, sobre que estuve cuidando a unos niños que me volvieron loca. No tengo una súper paciencia con los niños, pero de verdad necesito el dinero, mi familia lo necesita. Lina me intenta consolar con un abrazo y yo de verdad agradezco eso.
Lina es una chica bastante humilde, una chica con la que podrías pasar un millón de aventuras, una chica que inspira confianza y que nunca te va a fallar. Cuando yo estuve sola, ella me buscó, se quedó y nunca más se fue. Es por eso que la considero como mi mejor amiga.
Este año cumple los 18 años y quiero regalarle algo para su cumpleaños. Es por eso que estoy trabajando, para poder regalarle el dije de oro que vi en la tienda del centro.
Ella vive con su tía, en una casa pequeña, pero perfecta para ellas. Sus padres fallecieron cuando Lina era una pequeña de tan solo tres añitos. Lo único que tiene de sus padres es una imagen y un dije que era de su madre.
Lina trabaja en una librería para ayudar a su tía con los gastos de la casa. Lo siente como un deber por cuidarla como si fuera su hija, cuando los padres habían muerto.
Termino el almuerzo y me levanto de mi asiento con Lina, para caminar hacia la siguiente clase, que es deportes.
Me pongo mi camiseta gris y un pantalón cómodo para hacer gimnasia o cualquier deporte.
—Lina —llamo a mi mejor amiga—, no sabes, tengo al parecer vecinos nuevos.
—¿Vecinos nuevos? —me pregunta, mientras se pone sus zapatillas color rojas— Pensé que nunca más iba a ser ocupada esa casa.
—¿Por qué pensaste eso?
¿Se nota mi curiosidad?
—No sé —Me mira—. Sólo que ya pasaron cinco años, según tú, que esa casa no es habitada —Termina de atar sus cordones y después me vuelve a mirar—. ¿Viste quiénes eran?
—¿Hablas de los nuevos vecinos? —Ella asiente— No, me tuve que venir corriendo lo más rápido posible.