En un principio, yo creía que Matías era extranjero.
Un chiquillo de piel blanca, ojos grandes de color oscuro y cabello negro lacio abundante, peinado con mucho gel, aunque no importaba lo bien que su mamá lo dejara, siempre tenía un mechón de cabello rebelde en la coronilla donde me encantaba jugar con mis dedos como si tuviera una antena parabólica. Él se quejaba con un "¡Ah no!" y yo me reía, hasta que me daba cuenta que por fin se fastidiaba, entonces lo dejaba ir.
Tenía la cara redonda y sus cachetes se juntaban por sí solos cuando mostraba muecas de fastidio; era regordete, más grande que cualquier otro alumno de la clase, más alto y más fuerte. Hasta el niño que se la pasaba molestando a los demás tenía un respeto por el tamaño de Matías; sus ojitos se rasgaban al mirar algo que no le gustaba y al llorar, alzaba la carita mientras lágrimas espesas le corrían por las mejillas sonrojadas.
Si hubo una vez que presencié el llanto desgarrador de un niño, aquel que te remueve la conciencia y te hace sentir inútil e impotente, ese fue mi caso con Matías.
Lo más difícil que viví con él al inicio de todo fue comunicarme, porque con un autista no vale solo las palabras, debe haber un mensaje visual.
En ese entonces yo no lo sabía, por lo que nuestra comunicación fue demasiado complicada. Repetía palabras que yo pensaba que él podía comprender, sentía que no le podía explicar instrucciones complejas como: "usa las tijeras para seguir la línea divisora y luego pégalo en el libro".
Es más, no podía usar unas tijeras sin ayuda. Al principio solo le dije: "Tijeras, Matías, tijeras", entonces le mostraba cómo debía hacerlo, le colocaba los deditos en los orificios y le enseñaba cómo debía cortarlo.
Afortunadamente mi trabajo era ser maestra auxiliar, la profesora se dedicaba a atender a los demás niños, por lo que los primeros días solo estábamos Matías y yo rompiéndonos la cabeza por intentar hablar el mismo idioma.
Sin embargo, si para mí era difícil explicarle, para él era imposible expresarse. Ese primer día de clase fue casi imposible hacernos entender.
—Matías, tienes que entrar al salón.
—NOOOOOOO —(bueno, al menos eso sí que entendía) y luego, se giró a la ventana para evitar verme y solo ignorar mi presencia. Tal vez así se comportaba siempre, que era lo normal, en mi ignorancia así lo creía.
—Matías... —le llamé. Me acerqué y le acaricié los hombros, tal vez si veía que le mostraba amablemente...
—-¡NOOOOO! —gritó y se apartó bruscamente como si algo le hubiera quemado, entonces se alejó tanto de mí que me asusté, pues esperaba que no pensara que le había tocado de más. Me senté de nuevo a su lado y le volví a repetir la misma orden.
—Matías, tienes que entrar —entonces, como si hubiera sido una gran revelación, le confesé—: Ya sé que no quieres estar aquí, pero tienes que. Yo tampoco quiero estar aquí, pero tengo que estarlo. Vamos. Al. Salón.
Creía que si mostraba simpatía o sinceridad, era probable que él reflexionara y me mostrara atención, ¿no?
Más equivocada podía estar.
Matías no me miró en ningún instante, apoyó su mentón en sus manos y no dió señal de que me hubiera escuchado.
En esa ocasión me frustré, ¿era porque no era de aquí y no comprendía el español? Mi primera impresión es que no me entendía nada, además, ya habían tenido estudiantes extranjeros antes, pero como ya saben, ese no era su caso.
Le tomé la carita -aunque se negaba a mirarme- y le pregunté lo más claro posible, abriendo exageradamente la boca y esperando que mis ojos hablaran:
—¿De dónde eres, Matías? ¿Eres de México? ¿Italiano? ¿Vienes de otro país?
Por un breve instante capté sus ojos en los míos y creí que me respondería, entonces ya habría una conexión pero lo único que entendí de su respuesta fue un:
—Ayoshiknoashu —hubiera pensado que era una palabra en otro idioma, pero lo había dicho como si no estuviera ahí, volteando a la pared.
"Me rindo. Este niño va a entrar al salón sí o sí aunque tenga que cargarlo por los pies".
—Vámonos Matías. Al salón —fui lo más autoritaria posible en mi orden. Lo abracé por la cintura e hice el intento de llevármelo a volandas.
Si han intentado levantar a un pequeño que está empeñado a no dejar que lo carguen, sabrán que no hay forma de librarse de aquel cargo sin salir con una espalda torcida y brazos aguados. Matías era tan, pero tan pesado, que a penas pude sostenerlo un par de segundos antes de que sintiera mis brazos como gelatina.
—¡NO, NO, NO, NO, NOOOO! —Vaya que recuerdo esas pataletas; se contorsionó y por momentos hasta imaginé que se hacía más pesado a propósito con tal de librarse de mis manos.
—¡Matías! —ni sabía qué le estaba diciendo, solo pensaba en llevármelo al aula.
La primera orden de ese semestre de la directora fue clara: "Haz que Matías entre al salón". Bueno, no iba a manchar mi currículum por un niño que a mis ojos se estaba comportando como un malcriado irrespetuoso que pensaba que ignorándome se iba a solucionar todo.
—Vamos al salón —otra pataleta, esta vez sentí un dolor agudo en mi rodilla y dandome cuenta que no conseguiría nada de esa forma, lo dejé de nuevo en el suelo.
Matías ahora yacía acostado en el piso, llorando, gritando, y por un breve instante me entró mucho miedo, mirando a todos lados para que nadie lo viera de esa manera. No era mi idea mostrar una imagen de poca profesionalidad ese primer día.
—Matías —regresé a una voz amable, rogando que aquello le calmara.
Y Matías esquivaba mi mirada, esquivaba mi voz.
Le agarré las manos y volví en mi intento de levantarlo. Me gritaba "¡No, no no, no, no... NOOOOOOOO!" y lloraba como si le estuviera haciendo un daño irreparable.
Volví a asustarme, esta vez pensado que lo estaba lastimando. Me agaché y quise volver a abrazarlo por la cintura, pero era tan pesado y ya estaba tan cansada que no pude moverlo ni un centímetro.