Hay otra persona en la vida de Matías que ha sido de una gran inspiración para expresar mi amor con los más pequeños, una persona que sé que ama tanto a Matías como yo lo hago. Una persona que está dispuesta a todo con tal de saber que él estará bien pero que para muchos está lejos de ser la indicada para el trabajo, sin embargo, dudo mucho que alguien quiera tanto a ese niño (exceptuando su madre, claro) como ella, y hablo de la querida maestra Daniela.
Siendo sincera, a primera vista te hace pensar que su apariencia juvenil, su edad y el grado de experiencia que tiene como maestra de preescolar, podría dejar mucho que desear. Un padre de familia puede muy fácilmente prejuzgarla como inexperta, novata, demasiado joven como para tener a su cargo un grupo de niños y más un grupo de niños con un autista de por medio.
Pero la maestra Daniela rompe todas esas barreras, incluso sin proponérselo.
Uno podría sentirse azorado por la carga de trabajo que ella tiene y más cuando muchos piensan que es demasiado joven para ser una maestra capaz, pero cuando tienes una tenacidad como la suya, una paciencia dada por el Espíritu, una fe y una confianza absoluta en que todo debe tener solución, así como la suficiente humildad para relacionarte con niños pequeños, con el cuidado de la lengua y muchas muestras de cariño...
Toda las apariencias quedan en un segundo plano y te das cuenta que nadie habría podido estar más capacitado que ella.
Sé muy bien que el primer día la maestra estaba tan concentrada en realizar los análisis clínicos de los niños (me refiero a evaluar sus capacidades, qué tan desarrollados se encontraban, si alguno tenía un problema psicológico no identificado, etc.) que meter a Matías al aula era el segundo de sus tareas pendientes.
Nunca la he culpado y nunca lo haría, pues sé que ambas estábamos llevando las cosas de la forma más armonizada posible.
Creo que entre ambas surgió una conexión instantánea para trabajar en equipo, tal vez al tener casi la misma edad nos ayudaba bastante para entender lo que necesitaba la otra, no lo sé.
Pero para el caso de Matías, no me imagino a otra maestra tomando su lugar.
Confesaré que, aunque yo muchas veces estaba más al pendiente de pequeño, la conexión entre ella y el niño fue casi instantánea. A decir verdad, más que conexión fue un cariño y afecto natural.
Cuando yo me ponía a discutir o regañar a Matías, ella se acercaba y con toda la autoridad cargada en su voz pero de la manera más suave posible, encontraba cómo calmarlo. Recuerdo tantas situaciones en dónde ya no encontraba cómo tratar a este pequeño, que deseaba meter mi cabeza en un cubo y gritar de pura frustración.
-No, ¡no Matías! No hagas es... -en esa ocasión me miró, me puso las manos en el brazo y sin previo aviso, acompañado de un fuerte gruñido de coraje, me pellizcó con toda la fuerza del mundo.
Obviamente el dolor que sentí era bastante, pero decidí no demostrarlo, además de que si le explicaba que no lo hiciera porque me dolía era muy difícil que simpatizara conmigo, en especial porque los autistas no tiene esa facilidad para simpatizar con alguien que no a ellos. Claro, no es en todos los casos y con Matías no siempre ocurría, pero para ese entonces ya tenía más o menos una idea de que el mundo en el que aquel pequeño se desenvolvía era muy distinto a como yo lo veía.
Le quité ambas manos, las puse en su regazo y me encontraba dando un sermón cuando la maestra se sentó a su lado.
—Matías, no. Eso no se hace —él se negaba a verla, pero fue incapaz de ver a otro lado cuando ella le tomó el rostro y lo obligó a mirarla a los ojos—. Mírame, eso no se hace. No tienes que estar haciendo esos berrinches. Una vez más y no te daré tu Play Doh.
—¡Plero! —gritó molesto.
—No, si gritas, no te daré nada.
—¡PLERO! —gritó de nuevo.
—No grites. Si gritas, no va a haber Play Doh. A las maestras no se les grita.
—Pleeeeerooooooooo...
—No. Nada de Play Doh
—¡Ahhhhhhhhhhh!
—Entonces no esté haciendo esos berrinches. Silencio —y Matías seguía gritando—. Silencio, Matías.
Él comenzó a llorar, no recuerdo qué estaba haciendo yo mientras tanto, solo recuerdo que la última parte de esa conversación fue la siguiente:
—Matías, a tu mamá no le gusta que hagas berrinches. A la maestra no le gusta verte hacer berrinches. Y a mí tampoco me gusta verte así. No quiero que vuelvas a lastimar a la maestra o a otro compañero tuyo, tampoco quiero que grites o estés fuera de tu lugar, ¿oíste? Matías, ¿quedó claro, Matías?
Hubo un breve silencio, pero finalmente logramos escuchar su respuesta leve y dada de mala gana:
—Sí...
—Muy bien. Termina de trabajar y entonces te daré tu Play Doh
La maestra se levantó, me miró con una sonrisa leve y se regresó a su escritorio.
Aquella escena parecería de poca importancia, pero les puedo asegurar que, cuando cualquier persona regañaría a gran voz o castigaría a Matías al instante por su pataleta, la maestra lo único que hizo fue sostener la mirada del niño y en ningún momento apartar sus ojos de él, hablarle claramente y jamás osó alzar la voz.
Yo parpadeé varias veces, verdaderamente sorprendida, porque hasta ese entonces creía que Matías solo captaba palabras cortas e instrucciones súper precisas, que le era difícil entender una sola indicación compleja que llevara más de tres o cuatro palabras seguidas. Pero la maestra era más lista de lo que parecía y sin ningún asomo de titubeo era capaz de calmar a Matías sin emplear el castigo o el regaño como único recurso.
Esa misma semana, cuando uno de los niños se encontraba en medio de un berrinche, la maestra no dudó en corregirlo, al principio hablando con él, pero después de ver que aquello no funcionaba en definitiva, tuvo que llegar al punto de sentarlo a su lado en el escritorio. Yo no recuerdo qué me encontraba haciendo, pero me sorprendió cuando de repente, una contagiosa carcajada venida desde el fondo del salón nos sorprendió a todos.