En inglés, la cosa era un poco distinta. No por la actitud de Matías, pues ésta seguía igual, sino que las actividades eran totalmente diferentes.
—Vamos a hacer una butterfly —explicó en esa ocasión la profesora. Era un poco mayor que yo, por no decir de la misma edad. La conocía bastante bien, pues ambas íbamos a la misma escuela y vivíamos en el mismo departamento. Solíamos platicar muchísimo sobre los niños, sus clases, y el resto de las actividades del preescolar, así que también le comentaba mucho sobre el caso de Matías.
—¡Silencio! —exclamó la maestra Daniela—. Estoy escuchando demasiado ruido, eso no está bien.
Los niños habían estado inquietos casi todo el día, además de que si soy honesta, a la profesora de inglés le costaba un poco mantener la disciplina en el aula. El regaño de la maestra principal los mantuvo quietos por un breve momento, pero al poco rato se escucharon de nuevo algunos cuchicheos, risas, sillas moviéndose e incluso algunos niños parados.
No recuerdo qué hacía yo. Si estaba cerca del escritorio ayudando a Matías con una actividad, realizando unos recortes para material didáctico, o nada más observando impávida la clase, esperando cualquier encargo que me pidieran realizar.
Lo que sí recuerdo, es que de un momento a otro noté que la profesora había repartido todos los materiales para hacer la dichosa mariposa. Era una hoja con una imagen blanco y negro del susodicho bicho, además de un abate lenguas de madera. Los niños habían ido por sus botes de colores, tijeras y pegamento. Todos estaban tan entusiasmados enfrascados en sus propios trabajos, preguntando aquí y allá la mejor manera para realizarlo.
Lo que sí recuerdo que hice, fue levantarme de mi asiento, acercarme a la maestra de inglés y pedirle con voz amable:
—¿Me das uno para Matías?
—¡Ah! Sí, sí, claro que sí. Casi me olvido de él.
Aquello no fue por una falta de consideración hacia el pequeño, para nada era intención de la maestra excluirlo, es más, ésto sucedía de forma regular con el resto de los maestros extracurriculares, pero para darte una idea del por qué omitían a Matías, te pido que me dejes explicarte.
Tal vez recuerdes, querido lector o querida lectora, que se habían organizado a los alumnos en dos equipos de trabajo, ubicados en dos mesas distintas dentro del salón. A decir verdad, así fue como se encontraban en las primeras semanas, pero había habido un detalle: teníamos alrededor de dieciséis niños dentro del aula, mientras que los alumnos de tercero eran aproximadamente ocho. Tal vez aquello no signifique gran cosa, pero es una gran diferencia porque nuestro salón era mucho más pequeño, por lo que después de un tiempo nos vimos en la necesidad de cambiar de aula.
¿Por qué te cuento esto? Deja que te lo describa un poco más.
Verás, al principio, después del cambio de salón pudimos organizar a los niños en tres mesas, había más espacio y el pizarrón era más que amplio. No debíamos tener problemas para mantener la disciplina y la atención, ¿cierto?
Pues muchas veces nunca sucedió así.
Quiero que tomes en cuenta lo que ya he mencionado en capítulos anteriores, es importante para lo siguiente que debo explicarte, ¿comprendido? Bien.
Matías sufría de muchísima ansiedad, y una manera para eliminar parte de la misma era moverse constantemente. Sin embargo, eso nos hizo tomar la decisión de apartarlo de lugar para que dejara trabajar con el resto de sus compañeros, de eso hablaré más adelante, solo espero, aunque ya te lo he pedido tantas veces, que me tengas paciencia para explicarte de manera correcta.
Pues bien, ahí está la razón por la que la profesora olvidaba incluir a Matías en las actividades. Las mesas de los niños estaban repartidas en el centro del aula, el escritorio de la profesora en una esquina al lado del pizarrón y el asiento de Matías en un rincón a la izquierda de dicho escritorio.
Los maestros no excluían a Matías porque no les interesaba interactuar con él, sino que su atención se enfocaba en el centro del grupo donde estaban la mayoría de los niños y era muy difícil para ellos capturar a Matías en su campo de visión.
Claro que tampoco ayudaba mucho que a Matías no le interesara nada de lo que ellos le pudieran enseñar. Ignoraba la mayoría de las actividades, se negaba a participar con la clase y su limitación de lenguaje no le permitía expresar sus opiniones de forma clara. Así que la mayoría de las veces, Matías era parte de una decoración más del aula, como un de esos póster lleno de colores que solo está ahí para que el salón no se viera vacío y lúgubre. Un adorno más.
Pero gracias a Dios, por haberme permitido trabajar ahí, justo en ese momento, justo en ese día, justo en ese lugar.
Justo a lado de Matías.
—¡Mira, Matías! —le dije enseñando aquel dibujo impreso de blanco y negro—. Ve por tus tijeras, saca tus tijeras, Matías.
Se levantó, y mientras él iba a buscar lo que le había pedido yo me dispuse a sacar una tanda de hojas de colores. Al poco rato, cuando ambos nos encontrábamos en nuestros respectivos lugares y le dirigía la mano para que pudiera recortar sobre la línea, comencé a pensar en el día en que ya no me necesitara. Un día en el que Matías pudiera ser más independiente, en el que ya no tendría que estar detrás de él para hacer cada una de las actividades. Sí, era una bendición que me encontrara allí para apoyarlo al igual que la maestra Daniela, que la profesora de inglés, de educación física y el resto de los profesores de materias extracurriculares comprendieran la condición de Matías y lo consideraran un caso especial. Pero tarde o temprano él tendría que enfrentarse a los verdaderos retos de la vida, desafíos en la que yo no podría estar atrás para aconsejarle al oído por cuál camino debía ir o recortar.
Me entró miedo, tristeza y pensé egoístamente que si él se iba, estaba dispuesta a irme tras sus pasos.