Los niños son escandalosos y sucios. Eso es lo que decía mamá cuando le rogaba permitirme jugar con los niños de nuestro antiguo vecindario. Y admito que no la creí del todo hasta que conocí a Max. Nunca antes había visto unos pantalones llenos de barro y unos modales tan bárbaros.
—Dale la mano a Suhail, Max —insistió la mamá del salvaje.
—¡No! —dijo él rabioso y mirándome como un perro con muchas pulgas.
Yo lo miré de pies a cabeza y le sonreí para dejarle en claro que su actitud no iba a afectarme.
—Lo siento —nos dijo la mamá de Max, todavía sujetando del brazo al tonto ese—. Desde que supo que tendrá una hermanita tiene cierto resentimiento hacia las niñas.
¿Hermanita? Eso me emocionó. Mamá me había autorizado a celebrar una fiesta de té en nuestro patio trasero y quería invitar a todas las niñas del vecindario. Algunas ya se acercaban a saludar.
—No te preocupes, Miranda —dijo papá a la mamá del salvaje—. Es solo un niño.
«Solo un niño» que hasta la fecha pronuncia mi nombre como «Susheil» con la intención de molestarme y no «Suail», como debe ser.
—Las niñas son mejores que los niños —dije, para reforzar el comentario de papá, y porque era algo que mamá decía todo el tiempo.
Escuchar eso enojó más al pequeño trastornado:
—¡Las niñas son feas, en especial tú! —me ladró.
—¡Yo no soy fea! —me defendí, mirándolo por encima del hombro—. Mamá dice que soy una princesa.
Él ahogó una risa.
—Las princesas no tienen la cara llena de pecas —bufó.
No lo podía creer. Pensé que mis pecas eran bonitas. Papá siempre me decía que eran besitos de mariposas.
Las demás personas que se habían acercado a saludar, entre ellas niñas del vecindario que también escucharon a Max decirme eso. Entonces empecé a llorar.