Luego de convencer a mamá de plantar un árbol frente a mi ventana, me lavé, anudé en dos coletas mi cabello y saqué del armario mi vestido morado; el que tenía perlas, encajes y flores. Iba a visitar a las niñas del vecindario y quería verme bonita. Las invitaría a mi fiesta de té. Yo misma había hecho las invitaciones y decoré los pastelillos para el bufé.
Ya había visitado la tercera casa e iba hacia las que faltaban, cuando vi a Max... Como era su costumbre, se hallaba sucio y llevaba puesta su camiseta del Hombre Araña. Él siempre vestía camisetas de superhéroes. Intentó ignorarme, pero yo decidí afrontarlo.
—¡No te voy a invitar a mi fiesta de té! —lo empujé.
Esperé a que se quejara y echara a llorar, pero se echó a reír en mi cara.
—Muchas gracias —dijo, cínico.
¿Cómo?
—¡No irás! —repetí—. ¡Y no me importará que tu mamá se lo pida a mi mamá!
Él me miró sobre el hombro:
—No se lo pedirá. Créeme.
Apreté los dientes.
—Habrá bufé de pastelillos rellenos de fresa, mantequilla y crema. También helado y galletas.
Max puso los ojos en blanco:
—Y niñas —dijo—. Muchas niñas cursis y lloronas.
—Nos vamos a disfrazar de princesas —agregué para que se pusiera verde de la envidia—. Cintia de Blancanieves, Clara de Bella, Ana de Cenicienta... y yo de Ariel.
—Mmm. Bien. Adiós —me ignoró.
Pero sabía que lo vería rogarle a mamá que le permitiera entrar a la fiesta.