Cuando subí al autobús escolar que me llevaría de regreso a casa, me sentí mal por la cantidad de comida y basura que llevaba encima.Más niños me habían arrojado cosas a la hora de la salida. Me veía fatal y apestaba.
Caminé en medio de las dos filas de asientos soportando burlas y críticas.
«¡Apestas, Suhail!»
«¿Por qué huele a perro muerto?»
«¡PERDEDORA!»
«¡Alguien, échenla fuera!»
Sabía que el odio hacia mí tenía dos posibles motivos:
1. El espectáculo que montaban mis padres cada vez que asistían a una reunión de profesores:
—¡Suhail se va conmigo!
—¡No, conmigo!
—¡El juez ordenó que a mí me toca hoy!
—¡Vete al infierno!
2. Max Solatano.
Todos me consideraban una perdedora por ser hija de los «escandalosos» y por ser odiada por un niño bastante popular. Mi situación no podía ser peor. Y sentí un profundo resentimiento hacia Max hasta que lo vi subir al autobús en peor estado que yo. Se hallaba despeinado, tenía un ojo morado... y, ¿ese olor era excremento?
—¡Les advierto que el niño que me retó está peor! —nos gritó a todos.
Y no es que un niño de segundo de primaria inspire miedo, sino que el resto eran niños de segundo, primero y preprimaria. Aun así, el conductor del autobús se puso de pie y, molesto, se dirigió a nosotros:
—Ei, ustedes dos —nos señaló a Max y a mí—. Sí, ustedes, los malolientes. Se me van hasta el último sillón.
Max refunfuñó, pero yo me sentí agradecida. De otra manera ninguno allí me hubiera permitido sentarme a su lado.
Los ocupantes del último sillón nos lo entregaron de mala gana y Max y yo, a regañadientes, nos sentamos uno al lado del otro... apestosos... enojados... callados...
Cuando el autobús giró en la esquina de nuestra calle, finalmente nos miramos.
—Tienes papel higiénico sobre tu cabello —le dije.
—Y tú pareces un hotdog con exceso de condimentos —respondió.
Nos reímos y bajamos del autobús cuando el encargado del grupo avisó que habíamos llegado.
Era la primera vez que Max y yo reíamos juntos.