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En mis clases de Metodología de la Investigación en Historia del Arte me sentaba al lado de Grace, Grace Lancaster, quien tenía algún problema de déficit de atención. Escapaba de mí cómo había llegado a conseguir un cupo. Ella siempre se sentaba en posición india sobre su silla y garabateaba en las hojas de su cuaderno y hasta se pasaba notas con las chicas que se sentaban delante de nosotros como si tuviéramos quince años y estuviéramos de nuevo en la secundaria. Pelirroja de espalda ancha y nariz obviamente operada, nunca me llamó la atención más que para molestarme con su presencia inquieta de chico de cinco años que no sabe estar sentado más de dos minutos en su lugar.
Ese viernes a la tarde, mi primera nota se deslizó por la mesa de las escalinatas del salón dispuesto en forma de anfiteatro. Le devolví la nota volviéndola a deslizar por donde vino la primera vez pero ella insistió una y otra vez hasta que finalmente desdoblé el papel.
¿Aplicaste al club de poesía?
Dejé la nota de lado y me concentré en la discusión que se estaba llevando a cabo frente a mí con uno de los estudiantes y el profesor, pero una vez que el segundo despidió la clase dando por terminado mi día, Grace me siguió por el pasillo. “¿Es verdad lo que dicen?” Me preguntó a mis espaldas mientras me perseguía manteniendo mi mismo paso acelerado.
Como escapar de ella parecía no ser una opción, me detuve. “¿Qué apliqué para ser parte? Sí, sí, lo es. ¿Puedo saber cómo es que sabés esa información?”
“Los chicos del primer año estaban hablando de eso en la última fiesta de Donovan. Deberías ir a alguna por cierto. Nunca falta el alcohol y su piso es amplio.” Me dijo con una sonrisa, acomodándose un mechón detrás de la oreja mientras se sonrojaba un poco. Nunca fui una persona amigable pero siempre fui de sobre analizar las señas sociales, se me hizo más que obvio que estaba intentando darme una indirecta sobre su interés en mí.
“No me gustan las fiestas.” Le dije antes de volver a ponerme a andar y ella lo hizo conmigo, ignorando el tono displicente de mi voz.
“¿De verdad crees que te van a aceptar? ¿Alguna razón oculta para intentar ser aceptado en la sociedad de los antisociales aristocráticos?”
“Me gusta la poesía.”
“No parecés del tipo que le gusta la prosa poética. Todos sabemos que nadie se intenta inscribir en el club de poesía porque le interesa la poesía.” Me quedé contemplando su corta falda y cómo llevaba puestas unas botas que aborrecí en ese mismo instante. “¿Intentando caer en el círculo social de Toussaint?”
“Él no me puede importar menos.” Contesté antes de dar un giro agudo de noventa grados para dejarla parada en los escalones de la salida de la torre.
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Es normal que las personas que se sienten excluidas de un círculo terminen aborreciendo al mismo. El grupo de poesía parecía el principio y el final del odio colectivo de Las Tres Torres. Había un efecto de “Déjalos comer pastel” en el ambiente. Todos querían ser parte, nadie se animaba a aplicar y el rencor se quedaba en el pecho de cada uno de los alumnos que eran rechazados indirectamente por solo no haber recibido una invitación formal de James.
Aprendí pasivamente varias cosas de los miembros con cada persona que se me acercaba para preguntarme si había sido aceptado o no. Vincent Reyes provenía del norte, vivía del fondo fiduciario de sus padres, uno con una inmensa cantidad ilimitada de dinero. Gia Forbes estudiaba arte y se especializaba en pintar con gouache. James Toussaint no solo era el único heredero de la conocida empresa “Toussaint & Co.” dedicada a la venta de joyas de piedras preciosas, sino que también tenía su propio fondo de inversión que le permitía subsistir sin necesidad de recurrir a sus padres desde temprana edad.
Me dijeron que Penélope estaba en su quinto año de formación profesional en ballet clásico y los recuerdos me invadieron como un déjà vu. Las veces que ella se preparaba en su casa con su malla de danza que la señora Holt le calzaba a la fuerza desde que tenía cuatro años. La habitación de Penélope estaba completamente decorada en tonos de rosa pastel y tenía varios cuadros de Marie Taglioni colgando a modo de decoración, ya que su madre había sido fanática, aunque nunca se había dispuesto a aprender. En retrospectiva creo que era obvio para todos que la señora Holt estaba empujando a la fuerza la idea del ballet por la garganta de su hija pero eso fue algo que entendí recordando el pasado.
Penélope odiaba ir a esas clases, odiaba su calzado de media punta y por sobre todo, la música clásica. Haber escuchado que estaba persiguiendo el ballet como su carrera profesional fue toda una sorpresa. No conocía a esta nueva Penélope Holt. No la conocía para nada. Escapaba a mi entendimiento por qué había tomado esa dirección en la vida.
Intenté recordar qué es lo que realmente le interesaba cuando éramos chicos pero nada se me vino a la mente. Ella simplemente disfrutaba de sentarse en la arena y observar el mar. Le gustaba el jugo de zanahoria, un gusto adquirido, creo yo. Escuchaba la música del momento y cuando había cumplido los once años había empezado a escuchar música pop, porque se había enamorado de uno de los integrantes de una banda masculina que repetía sin cesar, obligándome a aprenderme las letras para que las cantara con ella.
Penélope tenía más dinero que más de un puñado de los alumnos que vivían en Schola, podría haber no estudiado nada, nunca trabajado si así lo quería y aún haber sido capaz de proveer para sus nietos.
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Editado: 23.08.2024