Memorias de Xanardul I: La escogidas

15.- Nuestros secretos

No había luz.

Cuando Nigromante miró el cielo notó como las nubes cubrían la luna. Nubes oscuras, densas. Llovería quizá, pero eso no era importante. Ella sonrió, porque en las tinieblas era donde se sentía más viva. Cuando eres muerte, la oscuridad y el dolor son un placer. El sufrimiento ajeno llenaba de gozo su alma podrida.

Estaba muy oscuro, cierto. Pero sus ojos acostumbrados a las tinieblas no se dejaban engañar por eso. Ella podía ver, y por eso tomó el espejo. La imagen que le devolvió no la asustó, porque mientras más se oscurecía su alma, mejor se reflejaba en su rostro. Más terrorífico. Ella llevó los dedos a la altura de su mejilla y la acarició despacio mientras sonreía. Nigromante, así la llamaban ahora. Y ella ya había olvidado su nombre antes de ser quien era, había borrado todo su pasado. Lo único que Nigromante recordaba era que decidió entregar su alma y su corazón a las sombras. A Oscuridad perpetua.

Nigromante sabía que era poderosa, sabía que era muy buena en lo que estaba haciendo. Destruyó una población, y pronto iría por otra. Necesitaba alimentarse de la muerte, usar ese dolor en la magia de las sombras que la ayudaría a acumular más poder. No muy lejos de ella habían varios licántropos. La seguían fieles, como alguna vez las antiguas manadas siguieron a Annevona. Aún así, Nigromante no se creía mejor que la gran señora de la magia de las sombras, nada de eso. Ella sabía que no era más que un peón en ese juego. Que por más poder que tuviera, solo era un instrumento de alguien más.

La noche era oscura, tenebrosa. El silencio ocupaba todo, se podía oler la muerte. Para poder usar el poder del espejo, Nigromante tuvo que sacrificar a uno de los licántropos que la seguían. Necesitaba energía oscura, y qué mejor que un ser que tenía magia de las sombras impresa en su sangre. A su lado, el licántropo ya había muerto. Nigromante esperó que acabara su agonía para usar su muerte como una llave. Con un cuchillo le abrió el vientre, hundió la mano en sus vísceras, lo desangró. Cubrió su rostro con sangre y sonrió. Las leyendas decían que Annevona bailaba bañada en la sangre de sus enemigos, y aunque a algunos les parecía una exageración, Nigromante estaba segura que fue así. Si en ese momento sentía la emoción por haber sacrificado una vida, por sentir la energía de su muerte, el calor de su sangre marcando su piel pálida.

Nigromante tenía la piel blanca como un muerto. Las uñas grandes y negras, los dientes filosos, los ojos negros en su totalidad. Por eso le encantaba la sangre, tenía un bello contraste con esos dos colores que ahora marcaban su vida. Pero basta de pensar en la sangre y la muerte, tenía que comunicarse con su señora. Cogió el espejo otra vez, ya era hora.

Un canto salió de su garganta. Podía sentir como su cuerpo temblaba al pronunciar cada palabra de ese idioma. Y poco a poco la imagen de ese espejo se fue aclarando hasta que la vio. Nigromante sonrió, pero evitó mirarla a los ojos. Ese no era un honor que mereciera, a pesar de lo poderosa que era.

—Querida —dijo aquella voz detrás del espejo—. No has tardado mucho en buscarme, eso me complace.

—Mi señora, es un honor. Perdone que sea yo quien la llame y no usted, espero no importunarla.

—No me importunas, al menos no esta vez. Debes controlar tus impulsos de vez en cuando, pero has sido oportuna. Quería hablar contigo.

—Si, mi señora, dígame.

—Las brujas te temen tanto, ¿lo sabes? Tu brillante actuación en Albion fue espectacular. Todos tiemblan en Etrica, y la noticia ha llegado hasta Castasur. Hay una Nigromante en Anglia y todos deben temer.

—Oh mi señora... qué honor... qué hermoso —dijo ella feliz de escuchar esas palabras.

—Tus acciones llenan de gloria la magia de las sombras, debes estar orgullosa.

—¿Lo cree, mi señora? ¿Tengo derecho a estar orgullosa?

—Claro que no —dijo su señora con voz desdeñosa—. Solo eres una sierva, que no se te olvide jamás. No tienes derecho a estar orgullosa de una magia que no te pertenece. Eres la portadora, nada más. ¿Lo has entendido?

—Si, mi señora. No estoy orgullosa. Solo soy una sirvienta del mal, una esclava de las sombras y nada más. No le llegaré a los talones a Annevona jamás.

—Eso, querida. Es así como debes servir a las sombras, con humildad. No has estado mal, pudo ser mejor, pero lo que hiciste bastó para aterrorizar a los cazadores y a las brujas. Ellas saben que quizá no puedan hacer frente a tu mal. A menos que haya una Asarlaí entre ellas.

—Pero no hay, mi señora. Eso lo sabemos.

—Oh no, querida. Esa es la tragedia. Que sí hay una Asarlaí. Y para empeorar más las cosas, hay una marcada con el sello de la luz. Ambas dentro del continente.

—Por las sombras...—dijo Nigromante despacio. Por un instante casi se le olvida y mira a los ojos a su señora, pero resistió la tentación. Escuchar eso no era una buena noticia—. Mi señora, ¿me permite una pregunta?

—Dímela.




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