Me pongo de pie al momento en que Emilia ingresa a mi oficina. Veo sus verdes ojos y quedo perplejo ante aquella imagen. Su caminar es perfecto y solo con verla siento que mis preocupaciones desaparecen.
Se acerca hacia mí rápidamente y me dice:
–Buenas noches, Sr. Bergman.
Apenas alcanzo a reaccionar ante aquellas palabras. No sé qué hacer. Nunca esperé que fuera a escuchar su voz.
–Dime Cristóbal, por favor.
Ella sonríe, pero logro darme cuenta de que aquella sonrisa es totalmente forzada, puesto que en su corazón solamente hay tristeza.
–Disculpa que haya venido a esta hora –comienza a decirme–; acabo de salir del trabajo y el tráfico estaba horrible. Tampoco había agendado una hora, debido a que no he tenido tiempo, pero estoy desesperada por hablar contigo.
–¿Cuál es tu nombre? –pregunto, intentando esconder que prácticamente sé todo sobre ella.
–Me llamo Emilia. Entiendo que mi padre vino aquí el día antes de su muerte.
–¿Tu padre era Manolo Andrade?
–Sí… ¿lo recuerdas?
–No podría olvidarlo.
–¿Por qué? –me entrega una sonrisa repleta de perfección.
–Sus recuerdos eran fantásticos.
–Lo sé –agacha la cabeza–. Él siempre fue un hombre que amó vivir. Toda su vida me enseñó que aprovechara cada minuto de la mía.
–¿En qué puedo ayudarte?
–Hay algo que necesito revivir… un momento.
–Ya estamos cerrando.
–Por favor. Me costó mucho armarme de valor para venir aquí. No tuve la oportunidad de despedirme de mi padre –comienza a sollozar–. Necesito sentirlo por una última vez.
Mientras ella llora, siento que mis sentimientos empiezan a apoderarse de mi cuerpo. No puedo hablar, no puedo hacer nada para que ella se sienta mejor. Quiero ayudarla, pero tampoco quiero asustarla. No sé qué hacer, no sé cómo reaccionar ni cómo actuar frente a la situación que se me acaba de presentar. No estaba preparado para esto. ¿Qué me pasa? ¿Por qué me estoy quedando sin palabras?
–No puedo conectarte sin tener los certificados médicos ni los papeles correspondientes que debes firmar. Es un proceso bastante largo y controlado.
–Valía la pena intentarlo –me dice.
Emilia se pone de pie y se prepara para irse.
–Espera –digo, intentando no sonar desesperado.
–¿Qué? –sus ojos brillan.
No sé qué decirle.
–Puedes hacer el papeleo y te atiendo mañana.
–No tengo casi nada de dinero. Gasté lo último en los arreglos para el funeral de mi padre.
–Emilia…
–No te preocupes… estoy bien. Solamente necesitaba verlo por una última vez y poder despedirme de él.
–Así no es como funciona. No puedes cambiar los recuerdos, solamente puedes revivirlos.
–Me conformaría con solo verlo una última vez. Gracias por tu tiempo, Cristóbal.
Ella abre la puerta y se retira de mi oficina, caminando rápidamente y sin mirar hacia atrás. La observo durante todo el trayecto y no puedo evitar sentirme enojado conmigo mismo. No tuve el coraje para hablarle ni para ayudarla. Soy un idiota… un grandísimo idiota.
Es de noche y estoy recostado en mi sillón carmesí, revisando nuevamente todos los recuerdos que tengo con ella, intentando sacar algo en concreto que me sirva para acercarme a la felicidad. Cada vez que revivo un recuerdo, encuentro algo nuevo en ella. Su forma de sonreír, su forma de expresarse, su forma de llorar. He revisitado una y otra vez el momento en que la vi en mi oficina, y entiendo perfectamente por qué ella estaba tan ansiosa por ver a su padre, aunque fuera en un recuerdo.