Capítulo 2
(Año 870, corte de Alfonso III en Oviedo)
El monarca asturiano, tras la copiosa comida, se había quedado traspuesto. Sus dedos seguían los relieves labrados por los brazos de la silla en los que los suyos descasaban; la cabeza, ligeramente ladeada hacia atrás, reposaba en el alto respaldo. No era de su agrado quedarse dormido así, un sueño por el que se veía sobresaltado a cada momento para volver de nuevo a caer preso de él.
Conocedores como eran los criados de que cualquier mensaje personal debía ser notificado en el momento, uno de ellos se acercó con total sigilo hasta al monarca con intención de entregárselo. Su torpeza sobresaltó al rey, poniendo su corazón en un puño.
—Perdón majestad
—¡Qué demonios!
—Un mensaje señor... Viene de tierra de moros
—¿De tierra de moros? ¿Quién demonios...? —repitió confuso acomodándose en la silla.
—Es de su hermano, señor… de Bermudo Ordóñez.
El rey arqueó las cejas en claro signo de sorpresa y después frunció el ceño. Escuchar el nombre de su hermano le había devuelto la lucidez, abandonando el aletargamiento conferido por la siesta. De seguido Froila asomó por la entrada de la estancia del rey.
—Con vuestro permiso...
—Adelante —respondió el rey a su buen amigo y mejor consejero Froila de Onís—, acabo de recibir una extraña sorpresa.
—Estoy enterado. ¡Una carta de vuestro hermano!
El rey ordenó al sirviente que les dejara solos y comenzó a leer para sí el mensaje del traidor, a refugio del propio emir de Córdoba Muhammad I desde que él, Alfonso III de Asturias, recuperase el trono tras el intento de usurpación por parte de su tío, el conde Fruela Bermúdez con la colaboración de todos sus hermanos.
Su castigo bien se lo habían ganado, pues les fueron sacados los ojos antes de morir. Solo Bermudo había conseguido huir encontrando protección entre los musulmanes, sus más odiados enemigos. Curiosa la vida, pensaba el rey, que en ocasiones revela situaciones tan inverosímiles como esa.
Froila, desde un rincón de la estancia, observaba por una ventana la finísima lluvia que casi como una neblina empapaba las ocres paredes del hermoso palacio real que levantase el gran Ramiro I, abuelo de Alfonso, en una hermosa ladera a las afueras de Oviedo. A ratos volvía la mirada hacia su amigo el monarca, que parecía releer una y otra vez el pliego de la misiva.
—Te noto inquieto, Alfonso.
—Me suplica el perdón —concedió a responder tras una prolongada pausa.
—¿Te lo suplica? ¿No está enterado acaso de la suerte que han corrido los conspiradores?
—Sí que lo sabe. ¡Bien lo sabe! Aun así me suplica el perdón y el permiso para retornar, poniéndose a mi servicio con mi palabra como garantía de que le respetaré la vida.
—Bermudo es más inteligente de lo que suponía.
—¿En serio lo crees? Podría permitirle regresar y después hacerle sacar los ojos como a mis hermanos.
—¿Me permites leer la carta?
Froila caminó hasta el rey a recoger el manuscrito y regresó a la ventana buscando la luz, leyéndola atentamente. Después, sus ojos buscaron perdiéndose en la lluvia que ahora se había tornado casi torrencial difuminando las siluetas de los montes, un instante de reflexión.
—Te lo vuelvo a repetir, es más inteligente de lo que suponía, incluso ha sido capaz de burlar la segura vigilancia a la que le someterá el Emir y hacerte llegar su mensaje.
—Ya lo has visto. Me insinúa que aún quedan desafectos a mi corona, lo que es cierto sin duda, que sería posible conseguir que todos acepten la situación política con la integración de...
—De todos ellos si él es perdonado —corroboró Froila al terminar de leer la carta.
—¡Maldito sea! Mi familia, Froila, ¡mi propia familia! Unos viles traidores. De no ser por mi tío, el conde Rodrigo que me cobijó hasta recuperar la corona, ese mal nacido de Fruela estaría al frente del reino y mis hermanos, como aves carroñeras, revolotearían a su alrededor. Su solo recuerdo me provoca nauseas.
—Ahora la corona es tuya, pero debes reconocer que eres el primer monarca que lo es por sucesión, nunca hasta ahora había sido designado rey sin ser elegido.
—Todo había quedado bien claro durante el reinado de mi padre y nadie mostró contrariedad alguna. Aprovecharon que estaba gobernando Galicia a la muerte de mi padre para arrebatarme la corona —respondió colérico.
—Además de respetar a tu padre, a Ordoño, que Dios tenga en su gloria, le temían. En vida nadie se atrevió a mostrar la menor desafección por su primogénito para no contrariarle. Otra cosa es lo que ocurrió a su muerte. Un nuevo rey alejado de la corte con apenas dieciocho años y tantos nobles intentando agrandar los dineros de sus bolsas...
—¡Y la envidia, Froila! La envidia y la traición de la propia familia. —El joven rey hizo una pausa y se apoyó junto a Froila en el alfeizar de la ventana. La lluvia tintaba de gris la atmósfera desdibujando en un blanco ceniciento los empinados montes que rodean la ciudad de Oviedo—. ¿Sabes? Tengo continuas pesadillas con ellos. Se me aparecen como espectros en mi cuarto con las cuencas de los ojos vacías suplicando perdón. ¡Es horrible! Si no desaparecen de mi cabeza acabarán por volverme loco.
—No era decisión fácil ejecutarlos, pero no haber sido tan expeditivo a la larga te volvería a provocar problemas.
—Tú crees que debo perdonarle. Dímelo sin ambigüedades y sobre todo el porqué.
Froila, le miró fijamente a los ojos.
—Bermudo solo quiere salvar el pellejo.
—Eso ya lo ha conseguido. El Emir le protege.
—Y supongo que no será un plato de buen gusto para él. Quizá aún le quede algo de dignidad. Bermudo, de haber triunfado la trama de tu tío Fruela, ahora estaría guerreando contra los musulmanes, sabes de sobra el odio que les profesa. Creo que realmente prefiere poner su vida en tus manos que seguir existiendo a costa de someterse a sus más odiados enemigos.