«Durante mucho tiempo el mundo ha vivido bajo la sombra de la oscuridad... Ha llegado el momento de descubrir la verdad».
En el confín de la oscuridad, el bosque acogía a sus visitantes, puesto que al fin y al cabo eran salvajes, tan unidos al miedo a todo lo desconocido. Los búhos cantaban en coro sus melodías acompañados de la orquesta del viento y de las ramas, moviéndose de un lado a otro, mientras entonaban tristes canciones oscuras. La luna estaba en su máximo punto, parecía una rodaja de queso redondo que iluminaba la noche, hacía mucho frío, era típico de esa época en la que no era un tiempo oportuno para ira, investigar o custodiar los lugares en donde se puede esconder lo que nadie cree hasta que es inconsciente de aquello que no posee.
Conocían muy bien las leyendas que en todo el país se habían narrado de una generación a otra, eso era lo normal, pero qué opción tenían si la espada y la pared desaparecían en una habitación en la que no había ni puertas ni llaves, algunos lobos aullaban y era lo peor, conocer a tu adversario antes de entenderlo o verlo, no era su mundo, estaba más allá, oculto y escondido, no había salida del abismo en el que el mundo de la traición los había sumergido.
—Dígame, señor Quechua porque siento que estamos perdidos.—le decía uno de los desconocidos para la noche.—su voz temblorosa resonaba en medio de la oscuridad, iluminando solo con una linterna el camino.
—No se sabe, pero solamente podemos pasar por este camino.—exclamó el hombre alto con traje azul marino convergido con algunas partes azules claras y negras.
—El agua no nos va a ayudar. —decía el niño temeroso mientras que seguía temblando y muriéndose de frío mientras caminaba.
—¡Calla mejor!, eres tan débil de cuerpo como de espíritu.
—Tenemos que salir de este lugar.—mencionó el otro hombre que al mismo tiempo sentía una brisa muy extraña, el temor se asomaba por sus ojos bien abiertos, temblaba, casi taciturno, dejando que los sonidos de animales extraños lo espantaran oportunamente. Lo único que llevaba encima era un collar en forma de colmillo, todos llevaban las pieles pintadas, inclinados siempre al riesgo, pero conscientes y racionales ante las leyendas que anunciaban la existencia de aquellos peligros. Uno de ellos llevaba aretes y piercings en la cara, otro clavado en los labios y en la nariz, también bolsas con comida y agua que habían permanecido varios días y que ahora solamente significaban la hora de ver la frontera o morir en el intento.
—Cállate, que quiero llegar al otro lado.
—¿Por qué venimos por el camino más peligroso?.
—En serio creen en historias de fantasmas que la Madre Terra contaba, sean hombres y dejen esos cuentos para niños.—los árboles se movían de un lado a otro, pasaron por un camino destinado para desconocidos, el miedo llenaba los pulmones de todos los que pasaban por el sendero equivocado. Los lobos aullaban y corrían en manada, dejando huellas y adorando con clemencia a la bella dama blanca que asomaba su rostro redondo y blanco, mientras que seguía iluminando la noche lejana y sigilosa. Continuaron en el sendero y desviaron la mirada hacia abajo. Pisaron algo húmedo, mojado y con olor a yerbas, por suerte llevaban botas negras largas para proteger sus pies, algo que igual no servía de a mucho.
—¡Carajo!, el suelo está húmedo.—dijo el hombre de nombre Quechua.
—Seguro que llovió mucho ayer, en esta época no es raro.— exclamó el anciano que venía en silencio detrás de ellos.
—Que bueno que hablaste anciano, casi se me olvida que estabas por ahí.—las botas se les llenaban de agua, era una noche muy helada, por suerte llevaban traje de invierno, aunque sus cuerpos no lo soportaban. Nunca habían presenciado un momento tan espeluznante, estaban agotados de tanto caminar, pero debían llegar, en medio de la penumbra se escuchaban voces silenciosas, como susurros, pero no entendían qué quería decir el viento.
—La marea está subiendo.—pronunció el anciano.
—¿Eso es malo?.—preguntó tartamudeando de frío el niño angustiado ante aquella inesperada travesía. Su voz inocente se apagaba cada vez más y eso no le permitía imaginar, soñar o creer.
—Un presagio de muerte segura. —respondió el viejo ya cansado y agobiado por tan repentina vida que los dioses le habían dado.
—Ya escuché esa parranda de mentiras, cuentos de miedo para niños miedosos.
—Solo juzgas lo que ves mi amigo.
—Tú qué sabes.—refutó el hombre que llevaba la lámpara vieja de gasolina en sus manos, la pasó al otro para evitar un vértigo en las coyunturas de la mano.
—Solamente, todo aquello que la historia de las leyendas y nuestros antepasados han dejado.—pensó un buen rato, puesto que no se inmutó, nada, solamente lo miraba con curiosidad.—Manolo.
—Son puras blasfemias y engaños de la guerra que ha destruido a los más débiles, idiota.—le grito Manolo con mucha ira, puesto que su paciencia tenía un límite, así que le apunto con el dedo para silenciarlo.
—Los planetas pronto estarán alineados muchachos, una nueva generación nacerá de las cenizas en un mundo...—volvió a decir el anciano quitándose la túnica y dejando que el viento la arrastrara hacia atrás.
—¡Cállate!, por favor, necesito concentrarme en el camino que nos espera y que cierres tu inmensa bocota.—en eso comienza a soplar un aire penumbroso y oscuro, muy oscuro, tanto que provoca un dolor inmenso en cada músculo dejándolos casi inmóviles e incapaces de soportar aquella tempestad.
—¿Qué pasa?. —gritó el niño y comenzaron todos a mover sus armas de un lado a otro sin remedio, aspirando miedo y respirando muerte.
—¿Quién eres?.—le dijo en voz alta el hombre de nombre Quechua y repitió lo mismo Manolo pero con más desesperación. En ese instante, las sombras comienzan entonces a descender, dejándolos prácticamente ciegos, ante el mal que se encontraba en los bosques sangrientos, el cual los llevaría a sus propias condenas. Sin embargo, este no será el verdadero final, sino el comienzo del mayor riesgo que el mundo tendría que tomar.