Caminó por la misma avenida de la iglesia, quebró a la izquierda y se encontró en una calle muy iluminada por letreros que anunciaban sus nombres de restaurantes. Siguió la recta, observando por las ventanas a los comensales quienes cenaban tranquilamente viendo el televisor, o conversando entre ellos.
Martín, con las manos en los bolsillos, advirtió a lo lejos un letrero con la palabra HOTEL. Siguió su recorrido, y al llegar al final de la calle, se encontró con aquel lugar. Era un edificio de cuatro pisos y era muy ancho. En la entrada había un cerco rodeando un jardín el cual estaba muy bien podado. Martín cruzó y vio que la puerta de ingreso era de vidrió. Por dentro, en la sala de recibidor, estaba amueblada. Un sticker pegado en la puerta anunciaba «Toque el timbre» y debajo una mano levantando el dedo en dirección hacia la derecha. Martín halló con la mirada el dichoso timbre y lo presionó.
Un sonoro «ding, dong» se escuchó desde adentro. Y después de unos segundos, el perfil de una persona se alcanzó a ver por el cristal. Mientras más se acercaba, Martín caía en la cuenta que aquella persona era un anciano.
El hombre le abrió la puerta, y le saludo.
— Buenas noches — dijo con una voz muy gruesa.
Su apariencia era tétrica. Llevaba una camisa y un pantalón café, andaba recto y tenia una altura bastante alta para su edad. Pero su mirada y su cuerpo era lo que daba miedo.
— Buenas, deseo un cuarto para hospedarme.
— Bien, pase por favor.
Por dentro, las paredes blancas brillaban con la luz de los candelabros colgando desde lo más alto del techo. Había cuadros colgando y que mostraban pinturas que a simple vista cautivaría a cualquier persona.
—Tengo un cuarto disponible en el tercer piso — habló el anciano, ahora detrás de una mesilla para atender, — con TV, internet y...
— Solo quiero una cama donde dormir — dijo Martín en tono de broma.
Por un momento el anciano lo vio como si fuera un orate, pero luego sonrió. Sacó un cuaderno anillado y escribió los datos de Martín. Sobre la mesilla vio unas tarjetas de color verde en el cual estaba la propaganda del Hotel.
Le pagó el dinero correspondiente y el anciano le entregó las llaves.
— Tenga muy buenas noches estimado.
— Muchas gracias — respondió Martín.
Pasó por el pasillo, buscó la escalera y la halló, irónicamente, junto al ascensor. Decidió hacer algo que hasta el momento le pareció un tanto inquietante. Mientras caminaba no escuchó al anciano hablar algo más o moverse. Se acordó de Samuel y al instante se volteó.
Él seguía allí, ahora con unos lentes puestos y revisando aquel cuaderno anillado. El anciano levantó la vista y se percató que Martín lo veía.
— ¿Necesita algo más? — preguntó.
Martín salió del trance.
— No, no es nada.
«Dios, esto es una locura» pensó, optando por las escaleras. Estaba cansado, pero eligió ir por estas ya que a veces tenía ataques de claustrofobia. Mientras subía, escuchaba a algunas personas caminando por el pasillo del segundo piso. Unos niños pasaron corriendo y bajaron por su costado, luego una pareja de esposos que le saludaron. Siguió subiendo hasta que llegó al tercer piso. Mientras buscaba su cuarto que era el Nro. 45. Al encontrarlo, sacó las llaves y las colocó en la perilla, dio un giro junto con un chasquido y la puerta se abrió. Antes de entrar, oyó en el cuarto Nro.44 un sonido. Como una niña llorando y luego una mujer regañándola, también escuchó el gruñido de un hombre. Lo ignoró e ingresó a su cuarto sin encender las luces.
Se echó sobre la cama, dejando a un costado la mochila. ¿Cuánto dinero tenía en su billetera?, por el momento no importaba. Tenía lo necesario y algo más, aparte de sus tarjetas, así que se tranquilizó.
Pensó en pedirse algo de comer, o ir a uno de los tantos restaurantes que había en aquella calle que por cierto, ¿por qué había tantos?
El sonido de los autos pasando, y las luces fluctuantes que nacían desde la pereza de la noche hacían que su mente se despejara a tal punto de casi quedarse dormido. No temía que el sueño le ganase, pero...tenía hambre, y su estómago no soportaría más.
Se levantó, y abrió su mochila. Dentro buscó su botella de agua, la abrió y bebió un poco. Miró hacia las ventanas. Las cortinas se movían danzando por el viento helado de la noche. Un aire frío ingresó emitiendo un susurro abrumador.
Mientras pensaba en lo que ocurría afuera, como el ligero tráfico que había, su estómago emitió un rugido, seguido de un retorcijo. Puso su mano sobre su vientre con un gesto de molestia. Tenía mucha hambre.
Se paró y encendió las luces. Estas iluminaron el cuarto a tal punto de cegarlo por unos segundos. Ya cuando su dolor se disipó, parpadeó y buscó su celular. Eran las diez de la noche.
«Dios santo que hambre tengo» pensó mientras se pasaba la mano por su mentón. Hacerlo le recordó que no se había afeitado, no le tomó importancia y caminó hacia la puerta.
Salió del cuarto y antes de cerrar la puerta buscó las llaves en sus bolsillos. Estaban en el derecho, junto a su teléfono.