Un cosquilleo le abrazó el pecho y le recorrió las extremidades. Desde que había recuperado la memoria, supo que la vida que comenzaba a vivir desde cero, se acabaría. No estaba segura si todos los amigos de Franco eran muy ingenuos o muy estúpidos.
Ella era Alexandra Nikolau, una de las personas más mortíferas de la historia de Grecia y gran parte de Europa. Era una asesina despiadada que no tenía compasión por nadie, ni siquiera por su propia familia. Le había orillado a sus hermanos a hacer sufrir a sus inferiores para demostrar respeto, o lo que ella creía era respeto.
Había torturado personas inocentes que solo querían vivir una vida lejos de los peligros de la mafia, justo como ella quería hacerlo creyendo que saldría impune. En ese momento que todos notaron su debilidad, decidieron atacarla con lo que tanto le importaba.
―Bastián, hazlo ―susurró, mirándolo con temor.
Tenía que hacerlo.
―¿Qué?
―Hazlo ―dijo con la voz un poco más firme, mirándolo de frente y extendiendo su mano izquierda.
―Αλεξάνδρα (Alexandra).
Asintió con el corazón latiendo desbocado dentro de su cuerpo.
Alexandra Nikolau odiaba la traición. Siempre había castigado a quienes lo hicieran. Primero les cortaba un dedo, en señal de advertencia y para que todos conocieran las consecuencias. Si la misma persona volvía a traicionarla, los latigaba. La tercera vez era la muerte.
Alexandra nunca imaginó que sería Alex quien la traicionaría. No estaba segura de que fuera a funcionar, pero ya se encontraba consciente de todo el daño que le había hecho a su gente.
Bastián sacó la navaja que Alexandra utilizaba para amputar. Sonrío algo orgullosa. Ahora sería él quien cargaría con los castigos. Aunque muy en el fondo Bastián no se sentía listo para castigar a los traidores, tampoco quería comenzar haciéndolo con su propia hermana.
―Alex…
―Está bien ―intentó tranquilizarlo.
Quizá no serviría de nada que sus soldados vieran su castigo, pero de pronto le había crecido la necesidad de hacerlo. Se lo merecía, por ellos, por ella, por Apolo, Cadie, Bastián. Este último tomó con suavidad la mano de su hermana y, mirándola a los ojos, le cortó el dedo meñique, que cayó con un golpe ahogado al suelo. No notó las exclamaciones de Franco y sus amigos.
El ardor le recorrió todo el cuerpo y trató de contener las lágrimas. Se agachó para agarrar el miembro y entregárselo a quien había sido su mano derecha. Bastián cerró el puño alrededor del dedo y después lo alzó, sin decir una palabra. A partir de ahí todos iban a estar conscientes de la vergüenza que cargaría Alexandra.
Abi se mostró demasiado consternada e intentó acercarse para ayudarla y tal vez intentar unir de nuevo su dedo, pero Franco la detuvo al igual que Ray lo hizo con Aura.
―Lo mejor es no intervenir, Abi.
―Pero ella…
―No sabemos qué tan importante es lo que están haciendo.
―Es una humillación ―intervino Ray en voz muy baja, abrazando a su esposa.
―Ha traicionado a la familia ―secundó Fernando―. Ese es su castigo.
―Y ella lo pidió ―susurró Laura con lágrimas en sus ojos.
―¿Lo hizo para protegernos? ―preguntó Aura con voz rota mientras varias lágrimas descendían por sus mejillas.