Me desperté.
Estaba cubierta de sudor y lágrimas. Mi pecho subía y bajaba de manera inconstante. El miedo y la soledad me invadieron, y sin desearlo comencé a llorar.
Me dolía, quemaba por dentro, y las ganas de gritar eran tan fuertes que en menos de un segundo había comenzado una rabieta. Mis sábanas volaron por el aire, y comencé a lanzar hacia la pared todo lo que tenía al alcance de mis manos. No veía nada, la oscuridad envolvía la habitación, y la luz de la luna no alcanzaba mi ventana.
Me levanté desesperada. Las lágrimas corría por mis mejillas, y mis piernas temblaban. Todo mi cuerpo temblaba. Mis sollozos hacían eco en el cuarto vacío. No estaba sola en casa, estaba consciente de ello, pero, aun así, me sentí sola en el mundo, de nuevo.
Tardé al menos un ahora en recuperar la compostura. Sequé mis lágrimas y ordené la habitación. Sabía que no podría volver a dormir, nunca podía. Cada vez que tenía esas pesadillas despertaba con lágrimas en los ojos y sin ganas de seguir durmiendo. Nunca podía volver a dormir, era imposible, porque aun con los ojos abiertos revivía la pesadilla una y otra vez. Siempre el mismo tormento.
Alisé mi bata de dormir, salí de la habitación y entré al cuarto de baño. Cerré la puerta y me dejé caer al suelo, con la cabeza apoyada en las piernas. Eso era lo que hacía cuando estaba triste, porque sabía que nadie podía consolarme. Mi única amiga era la soledad, y mi compañera en el día era la tristeza… No me quedaba nada, no tenía nada que perder. Mi vida era un desastre, y los recuerdos del pasado se encargaban de hacérmelo saber día y noche.
Me metí en la ducha, y tomé un largo baño. No tenía prisa. Lo único que deseaba era que mi cuerpo se relajara, y que mis sentimientos se aplacaran. El contacto del agua caliente con mi piel me hizo sentir mejor, y como por arte de magia, ya tenía fuerzas para empezar el día.
Cuando salí del cuarto de baño ya había amanecido, y el sol brillaba delicadamente en el cielo de tonalidades celestes. No podía describir el sentimiento que me embriagaba, era horrible, me dolía el pecho, y a la vez me sentía tranquila, o resignada. No tenía palabras para describir la combinación de sentimientos que me dominaban. Era desesperante, asfixiante, y lo odiaba. Seguía sin explicarme cómo era posible que todavía estuviera con vida.
Preparé café, un poco de huevo, y tostadas con mantequilla. No comí nada. Dejé el desayuno sobre la mesa del comedor, y salí de casa sin hacer ruido. Todas las mañanas era la misma rutina: despertar empapada en lágrimas, tomar una ducha larga, preparar el desayuno y salir de casa. Yo no desayunaba, pero parte de mis tareas era preparar el desayuno de mi familia.
Caminé al instituto como cada mañana, a paso lento y constante, mirando a la nada, con la mente en blanco. El sol resplandecía en el cielo, burlándose de mi humor, de mis sentimientos…, de mi vida. Poco a poco comencé a ver como los demás estudiantes y yo nos acercábamos al instituto, y de inmediato mi humor decayó más, porque sí, mi humor podía estar aún peor.
Las paredes de Jefferson me hacían sentir claustrofóbica, y yo no era de la clase de personas que colapsan cada vez que cerraban la puerta del baño. Así no era yo, pero en ese lugar había algo que me hacía sentir fuera de lugar. Me hacía sentir como los extras en las películas. Me sentía invisible, como un cero a la izquierda, y lo odiaba. Odiaba no tener un solo amigo, siquiera alguien con quien almorzar.
Una voz potente y grave me detuvo. De inmediato deseé seguir pasando desapercibida, como hasta ahora. Al parecer el hechizo mágico iba perdiendo fuerza, porque estos episodios comenzaban a hacerse cada vez más frecuentes. Me aferré a mí misma, sujetando mis brazos con una fuerza excesiva. Definitivamente me quedarían marcas.
—Miren lo que trajo el viento. ¿No les huele mal por aquí?— Las carcajadas se hicieron presentes. De nuevo me había convertido en el espectáculo.
Tomé fuerzas de donde no las tenía. Me sentí débil, pero no dejaría que él hiciera lo que quisiera conmigo. Nunca permitiría que me trataran como menos de lo que soy. Cualquier cosa menos eso.
—Tienes razón, Johnson. Aquí huele muy mal…— Me giré y lo encaré.— Dime algo. ¿Hace cuánto que no tomas una ducha?— Un leve murmullo recorrió el pasillo, y empecé a sentirme mejor.
—¿A caso no sabes quién soy?— Lo miré fijamente.— No te atrevas a responderme, o si n…
—No vayas a esconderte bajo el nombre de tu papi...— Lo interrumpí.— Si vas a abrir tu boca prepárate para que te den una merecida paliza.— Sin enterarme como, estaba acorralada, la espalda contra la pared y con su mano alrededor de mi cuello.
—No te atrevas a hablar de mi familia. ¿Entiendes?— Sus ojos despedían chispas, y por un momento me sentí segura de mi misma, porque había logrado enfurecer a Burke Johnson.— Si lo haces te aseguró que habrá consecuencias.