Dos semanas después de la boda, Maximiliano y Valentina se instalan en la casa de los Campos Elíseos que el conde les dio como regalo de bodas y había sido ahí donde Valentina, dos semanas después de su llegada, leyera la carta de su querida Haydée quien confiando en la intuición del conde, la envió a dicha dirección con la seguridad de que sería recibida por la joven. Obviamente el abuelo Noirtier se mudó con ellos y como Bertuccio quedó a su servicio, nadie mejor que él para convertirse en el mayordomo de la casa. El regreso de los recién casados causó asombro y más, a quienes conocieron a la bella joven, pues sabiéndola muerta y sepultada, provocó en más de alguno, que tal sorpresa de verla viva y aún más hermosa de lo que era, se le bajara la presión y en el caso de las mujeres, uno que otro desmayo. La pareja no quiso aclarar nada y únicamente daban gracias a Dios y a su protector y querido amigo el Conde de Montecristo, el haber actuado a tiempo, descubrir quién era su asesina y lograr salvarla de ser su siguiente víctima, sólo que para eso, fue necesario fingir su muerte. Las artes medicinales del conde eran maravillosas y a ese ángel le daban todo su reconocimiento por lograr hacer que el veneno que debía matarla, más bien le beneficiara como antídoto gracias a otro. Hasta el doctor que había visto a la joven en su enfermedad estaba impactado, el señor d'Avrigny reconoció que como médico de cuerpo y alma, Montecristo resultó ser mejor que él.
Valentina no fue ajena a lo que había sucedido en su ausencia, y más que lo sucedido a su madrastra y medio hermano, le dolía la condición de su padre; el implacable procurador del rey que parecía que nada le podía turbar, el hombre más seguro de sí mismo en toda Francia, había caído a un abismo de oscuridad y ahora era completamente ajeno a su realidad. A Valentina, le pareció increíble ver a su progenitor en el estado en que se encontraba y creyó, cuando supo la historia de ese pasado que no podía asimilar del todo entre el procurador y Dantés, que la justicia divina caía tarde o temprano y no a medias sino de un solo golpe y se dio cuenta también de lo indigna que era ella al afecto del conde y sin embargo, sabiéndola hija de su enemigo, él le manifestaba por su cariño hacia Morrel, el mismo sentimiento, uno que ella dispuso atesorar como una verdadera joya. Villefort, al ver con sus propios ojos que Edmundo Dantés había regresado de su tumba para vengarse por el mal que deliberadamente le hizo, provocó que le volara la cabeza con tal impresión que no fue capaz de soportar. No obstante, para el señor Noirtier, que no se podía engañar, no se creía del todo la locura de su hijo y no quería pensar que fingía demencia severa, prefiriendo estar encerrado en un manicomio que guardando condena en una cárcel como lo hacían tantos otros que él mismo había condenado. Así pues, Noirtier negábase a creer que una mente tan brillante como la de su hijo estuviera ahora apagada en la oscuridad de la locura. Aunque en el fondo no le extrañaba semejante treta que librara a Villefort de responder por todos sus actos ante la justicia, incluyendo el bastardo aparecido. Valentina se dio cuenta de la existencia de su medio hermano, noticia que también sorprendió a Maximiliano y más, al saber que se trataba del supuesto noble Andrés Cavalcanti que también conocía, ya que como recordará el lector, nuestro militar enamorado y desdichado por creer a su amada muerta, desligose de todo y fue ajeno al paso de esos sucesos de los que todo París habló durante días, refiriéndose al escándalo acaecido en la casa de Danglars. Así también se sorprendió Valentina pues recordó que Eugenia habló sobre su compromiso con él la última vez que la vio y todo eso los tenía asombrados. La joven heredera de Villefort sentía una mezcla de decepción y vergüenza hacia su progenitor ahora conociéndolo mejor, compadeciendo de igual forma, a su medio hermano, inocente y a la vez víctima de las circunstancias, historia que corroboró Bertuccio, apoyándola en lo que la joven había decidido cuando ella se los hizo saber. Valentina no podía negar ni esconder al hermano que tenía por lo que, recordando la petición del conde y deduciendo que él sabía que al regresar ellos a París iban a darse cuenta de las cosas (por eso la carta de Haydée llegó a ese domicilio) iba a complacer a su ángel decidiendo dos cosas; renunciar a esa fortuna donándole parte a la beneficencia y el resto del porcentaje, otorgándoselo a Benedetto para que, cuando cumpliera la condena y saliera de la prisión, pudiera enmendar su vida, aprender de sus errores y comenzar de nuevo como a él más le pareciera. Era lo menos que podía hacer, algo que llenó aún más de orgullo a su enamorado marido, ganándose también la admiración de Bertuccio y rogando haber hecho bien, para obtener la aprobación del conde cuando lo supiera. Además era la única heredera de su abuelo y de su madre y con ambas fortunas tenía más que suficiente para asegurar su vida y hasta la de sus nietos.
Noirtier respetó sus deseos, aunque no estando tan convencido con respecto a Benedetto y menos por todo lo narrado por Bertuccio que lo conocía bien. Muy dentro del corazón de un viejo que había recorrido toda una vida y de un hombre que había servido a la causa de la restauración napoleónica en los tiempos de los Borbones, de un hombre que antepuso ambición e intereses a costa de la vida de otros por su simpatía y servicio al Emperador, existía una intuición inequívoca y sabía que el ser humano obedecía más a su naturaleza que a sentimientos y si Benedetto tenía más sangre del padre que de la madre, esto podía convertirlo en lo que el joven más odiaba; sabiéndose con fortuna como era su deseo como falso Cavalcanti, podía convertirse ahora en un verdadero Villefort y peor que el anterior. Si muchos animales tenían por instinto el asesinar, a alguien que lleva dicha sangre no lo necesitaba. Eso ya era parte de su naturaleza. Siete años para él se veían lejos y no viviría más para ver cumplir ese plazo, pero era posible que para el bastardo se fueran en un suspiro recobrando su libertad... Y su venganza contra todos ahora que conocía su identidad y el estatus que se le negó.