Todas las noches a la misma hora la niña se sentaba en el pequeño balcón de su cuarto para mirar el cielo estrellado, sus hermosos ojos turquesa fijos en la inmensidad del universo.
Soñaba con contar cada una de las estrellas y cada noche retomaba su labor, aunque a veces se le olvidará por dónde se había quedado la noche anterior.
El frío suelo mezclado con la brisa nocturna le enfriaba el alma, vestida con un traje de dormir de color blanco y aún descalza observaba cada noche la inmensidad del universo hasta quedarse dormida.
Un día le preguntó a la Luna enfadada.
—¿Por que yo? —la hermosa niña dejaba a cada lágrima que salía de sus ojos escurrirse hasta caer en el suelo.
Su frustración por algún problema la había llevado a dedicar la bella noche a ahogarse en llanto.
—¿Acaso todo me tiene que suceder a mí? —continuó sollozándole a la luna.
Ella estaba angustiada, ciega de la verdad, creía que un pequeño problema como aquel le importaría a la majestuosa luna que nunca contestó sus plegarias, más un gato negro que por allí pasaba si lo hizo.
—¿Qué te sucede preciosa? —el viejo animal acabado por la vida le comentó.
La niña se quedó asombrado ante las palabras de aquel gato, nunca nadie se había preocupado por lo que hacía en el balcón durante las largas noches.
—Me siento sola —murmuró la niña mientras observaba a detalle aquel animal.
El gato no era joven, era alguien gastado por la crueldad de la vida, su pelaje negro que un día había sido brillante y saludable ahora era opaco y con pequeñas pobrezas, los ojos turbios por el tiempo y aquella cicatriz que partía desde su ojo izquierdo hasta su oreja no lo hacían de confiar.
—¡Oh pequeña niña! No tienes que sentirte sola —se acercó él a ella.
La niña solo sollozó.
—Todos siempre están adentro gatito —le dijo a pesar de su avanzada edad—. Perdidos en sus teléfonos me ignoran.
El felino pareció comprender el problema de la pequeña pues una vez el también se había sentido solo, desplazado de su hogar por la que una vez había considerado familia, había tenido que enfrentarse a la vida por sus propios medios.
—Tranquila —le dijo él—. Los adultos viven ciegos de la realidad, desperdician el valioso tiempo de sus vida y no valorar los verdaderos momentos felices.
La niña lo miro mientras secaba sus lágrimas.
—¿Qué puedo hacer gatito? —preguntó ella ya no confusa sino intrigada por la sabiduría de aquel animal.
—Ignorarlos —las crueles palabras del gato la sorprendieron haciéndola retroceder un paso—. Aunque tú piel se arrugue, aunque tú vista se nuble, aunque tus manos tiemblen y en vez de niña te llamen abuela, nunca dejes de lado aquellos momentos que realmente siempre recordarás, simplemente no seas como ellos.
La niña asintió y volvió a su cama, ya no se sentía sola, sabía que delante de su cama reposaba su hermoso gatito.