Miénteme (#2 Chilenas)

CAPÍTULO 2

Quiso tal vez San Pedro, patrono de los pescadores, darle a Juan una oportunidad que él no sabía si hacía bien en aprovechar o no. Había mucho en juego y temía perderlo todo.

Cierto día, después de un arduo día de pesca bajo un fuerte temporal, Juan enfermó de pulmonía. Estuvo en el hospital un par de días, pero luego fue enviado a su casa bajo estrictas recomendaciones. Debía estar en reposo al menos dos semanas para lograr una completa recuperación.

Su amigo Ernesto estaba preocupado no solo por su salud, sino también porque comenzaba el invierno y con él la pesca del tan ansiado Besugo, al cual debían atrapar de madrugada. Aquella pesca solía reportar una buena ganancia a los pescadores, pues resultaba en una buena fuente de ingresos para aliviar las carencias del resto del año.

Quena también estaba preocupada por su amigo, así que conversó con su marido la situación de él y acordaron en que ella ayudaría a Juan llevándole sus comidas, lavando su ropa, aseando su casa y haciéndole compañía para que no se deprimiera.

Ella sabía que aquella oportunidad también le traería alegría a ella que tanta amargura arrastraba consigo. Juan era un excelente conversador y su sentido del humor era único. Con él no se pasaban penas.

Fue así como Quena marchaba al medio día a casa de Juan para dejarle su comida y compartía gratas conversaciones mientras realizaba los quehaceres de la casa. Las dos horas que pasaba con él luego se transformaron en tres y luego en cuatro y luego en cinco, hasta que sin darse cuenta empezó a llegar de vuelta a su casa solo un poco antes de que Ernesto se fuera a pescar de noche.

Con Juan no había silencios incómodos. Cada café compartido, cada mirada robada, cada risa espontánea, fue cambiando los sentimientos de Quena y una insospechada necesidad de compañerismo con su amigo fue apareciendo sin que ella siquiera lo notase.

Cada vez que dirigía sus pasos a casa de Juan, su corazón palpitaba desbocado y una sonrisa aparecía sin poderla controlar. Sabía que eso no era correcto, pero es que Juan la entendía tan bien. Era tan fácil de compenetrarse con él. Podía sentir en su misma piel la aflicción que ella sentía, que le fue imposible no sucumbir a sus traicioneros sentimientos y enamorarse de él.

Juan también sabía que aquello no debía suceder. Ernesto era su mejor amigo, pero ella era el amor de su vida. ¿Qué podía hacer? 20 años relegó sus sentimientos por ella, pensando que así su Quena sería feliz, pero ahora la veía tan triste junto a Ernesto que no era capaz no hacer nada. ¡Quería hacerla feliz! Y sabía que los días que estaban compartiendo juntos le habían devuelto la alegría. Lo notaba en sus ojos, lo notaba en sus sonrojadas mejillas cada vez que él la observaba, hasta que ya no pudo más y le declaró su amor con el corazón en la mano.

Le pidió que se acercara hasta su habitación y luego de tomar valor, se confesó.

- Llevo toda la vida amándote, Eugenia, y si nunca lo supiste fue solo porque te veía feliz junto a Ernesto y no tenía ningún derecho a intervenir en el amor que ustedes se profesaban. Sin embargo, te vi apagarte cada día que pasaba por los pasados 20 años y créeme que eso me mataba por dentro. No sabía qué hacer para que la antigua Quena volviera a ser la misma de siempre, aquella muchacha alegre, entusiasta, amada por todos, capaz de hacer hasta lo imposible por los demás. Solo volví a vislumbrarla estos días que hemos compartido juntos. Dime, mi amada Quena ¿he tenido algo que ver en eso?

Quena se sonrojó hasta las cejas, se aproximó hasta la cama en donde aún se mantenía en reposo Juan y sin decirle una palabra, se acercó y besó tímidamente sus labios para luego marcharse velozmente a su hogar.

Juan estaba extasiado e ilusionado. La felicidad se desbordaba por su pecho y sintió el corazón a punto de explotar.

Quena corrió hasta su casa presa de un sinfín de emociones. Estaba enamorada y feliz, pero a medida que avanzaba, su sonrisa se fue apagando. Volvía una vez más a la realidad que la mantenía atada a un hombre al cual había dejado de amar sin haber querido que eso sucediera nunca. Pero no había nada que pudiera hacer. Aunque amaba a Juan, no podía dejar a Ernesto. Él era su esposo y a pesar de haberse transformado en un hombre intransigente, machista, silencioso, indiferente y a ratos, egoísta, no podía abandonarlo. Él era el único al que había amado y ella la única para él. Sabía que si lo dejaba, Ernesto se sumiría en un abatimiento y en una melancolía del cual no saldría jamás.

Pese a eso, su corazón traicionero pedía a gritos volver con Juan y emprender juntos una vida.

No lo quiso pensar más. Esperó a que Ernesto se hiciera a la mar y volvió a casa de Juan. No sabía que pasaría, ni qué le diría, pero estaba decidida a volver a encontrar la felicidad, aquella que su propio marido parecía esforzarse por apartar de ella.

Aquella noche marcó el inicio de una relación prohibida. Una marcada por horarios y por encuentros furtivos pero que les reportaba una dicha plena que se obligaban a ocultar ante los ojos de los demás.

Mientras Ernesto se iba a pescar por las noches, Quena partía a casa de Juan a compartir su amor como dos adolescentes que recién se estaban enamorando. Reían juntos, comían juntos, conversaban, contemplaban las estrellas y los amaneceres hasta que llegaba la hora de volver a casa, al lado de Ernesto, de quien cada día se alejaba más.



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En el texto hay: traicion, romance, dolor

Editado: 03.05.2021

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