Mi mochila hace un ruido desde su interior mientras bajo las escaleras. De seguro deben de ser la galletas saladas que metí en un envase de plástico. Cuando estoy en el primer piso, y sin nadie que se detenga a preguntarme nada —escucho voces desde la cocina, pero no me prestan atención por suerte—, salgo por la puerta principal y me dirijo hacia la cerca, donde no hay señal de Ian, por lo que me tocará esperarle. De todas formas, estoy tres minutos antes de la hora acordada, dado que no se me hizo complicado buscar cosas que poder traer.
Me recargo en la cerca, con las manos en los bolsillos del pantalón mientras espero a que llegue Ian. Tengo una creciente alegría dentro de mí; pasar tiempo con él, sobre todo luego de lo separados que hemos estado, es como lluvia fresca debajo de la cual puedo bañarme sin morirme de frío. Me divierto, bailo, giro, y no me enfermo. Por más cursi que suene, así me hace sentir, eso y mil millones de fuegos artificiales que explotan cada que lo veo.
El chico aparece en la distancia con el estuche de su guitarra en mano y una mochila. Mientras me pierdo en mi mente pensando en lo bonito que se ve, él avanza hasta terminar frente a mí.
Con un asentimiento por parte de ambos, comienza nuestra caminata hacia el bosque en medio del atardecer. Para cuando lleguemos al punto de fogata, todavía nos dará tiempo de encenderla con algo de luz solar.
Ian no es de los que charla mientras camina, por lo que el viaje es silencioso y agradable.
A pesar de los años, nunca me he cansado de este sentimiento, del aire puro, de las aves cantando, de las hojas y ramas crujiendo a cada paso, de esa mariposa monarca que vuela tranquila hacia quién sabe dónde, de todo lo que engloba adentrarse en un tranquilo bosque. ¿Me gusta solo por estar acostumbrada o por sincero amor a lo que significa este terreno para mí?
Con la mano izquierda, Ian sostiene el estuche de su guitarra, mientras que, con la derecha, está tomando mi mano y entrelazando nuestros dedos. Las palabras no pueden comparar lo que me hace sentir ese pequeño gesto que tiene conmigo de vez en cuando.
Al llegar a nuestro destino, como supuse, deben quedarnos unos veinte minutos de luz antes de que tengamos que usar nuestras linternas, así que no perdemos tiempo y, como si nuestras mentes estuvieran conectadas, sacamos de nuestras mochilas lo necesario para encenderla; tenemos para varios métodos, por si el tradicional encendedor no funciona. Pero lo hace, y mientras la llama en el centro de los trozos de madera se va avivando con el pasar del tiempo, ponemos un mantel en el suelo, como la última vez; sobre este colocamos distintos bocadillos que robamos de nuestros apartamentos, junto a un mazo de cartas que nunca he usado y tal vez nos entretengan un rato.
—Tenía un buen tiempo sin venir acá —suelto al aire, como ese tipo de comentarios que uno hace solo por hacer.
—La última vez que estuvimos juntos aquí hubo mucho drama —bromea—. Las dos veces, de hecho.
—Sí, pero veo ligeramente más dramática la explosión emocional de secretos que la rana atacándome —con ese comentario le saco una sonrisa.
—Lloraste más con la rana.
Le doy un golpe en el hombro como si lo que dijo me hubiese molestado, mas tiene toda la razón. Vaya que en ese momento lloré a mares, como si hubiera muerto un cachorro. Mi irracional miedo a los anfibios fue, aun así, parte de todo lo que tuvo que suceder para acabar recostada en el hombro de este chico justo ahora.
—Mis compañeros hablaron bastante de ti cuando fui a entregar las invitaciones, parece que les caes bien. ¿Eres el payaso de la clase? —pregunto con obvia ironía.
—No sé qué le pasa a la gente de pueblo que cree que es buena idea insistir en charlar con alguien que tiene mi cara para, a propósito, ser evadido —bufa, entre diciendo la verdad y mintiendo, diría yo—. Siempre me saludan y me preguntan por ti, ¿cómo demonios se riegan tan rápido los rumores?
—Si me siguieras en Instagram sabrías que he subido fotos contigo a mis historias varias veces. Con eso y con Emily y Britt tuvieron suficiente para conectar las piezas.
—No tengo Instagram, y tampoco es algo que me interese, digo, ¿Quién me seguirá? ¿Tú, mis padres, el montón de gente que vive aquí, Emily y Britt?
—Y varios de mis compañeros, y cuentas falsas, muchas cuentas falsas —completo.
—Prefiero vivir el momento en vez de compartirlo.
—A mí me gusta compartir cosas.
—A mí me gusta compartir cosas... contigo—dice para luego mirarme a los ojos y dedicarme una dulce sonrisa que, sin exagerar, me deja embobada un par de segundos.
Y ese es Ian, quien salta de lo gris al color con solo un par de palabras, así lo veo yo.
De hecho, creo que el gris se ha malinterpretado y el color se ha sobrevalorado. A veces necesitamos ser grises, a veces necesitamos estar llenos de colores, no podemos solo quedarnos en uno o en otro cada segundo de nuestra vida. Si lo hiciésemos, seríamos hipócritas. No siempre somos un amarillo, o un verde, así como Ian no es siempre un gris. Aun antes de conocerme, sé que tuvo momentos coloridos con sus padres, personas que vieron su verdadero ser primero que yo.
Sí, Ian suele ser un chico gris, pero ¿acaso es malo? Cuando lo veía hace meses atrás lo catalogaba, así como si lo fuese. Ahora el gris es, a mis ojos, calma. No es oscuridad absoluta, no es un blanco enceguecedor, es un tono medio, tranquilo, pacífico y serio que sabe cuándo soltar un azul o un rosa para luego volver a ser gris, volver a la quietud.
Ian es, definitivamente, alguien mayoritariamente gris: centrado, serio, directo, complejo; más para bien que para mal, ese es el color que mejor le representa.
—¿Miranda? —me devuelve a la tierra.
—Lo siento, a veces me meto mucho en mi cabeza —admito entre risas.
Compartimos galletas, sándwiches que él preparó, algunos frutos secos que traje, unas barritas de chocolate y jugo de frambuesa que se robó de su refrigerador. Ya es de noche, y aunque el ambiente está frío, la fogata nos mantiene a gusto. Dado que ni él ni yo sabemos ningún otro juego con cartas, acabamos jugando ''pesca'', el cual parece interminable luego de media hora.