Los dos caminaron durante algunas horas, y hasta ese momento la sirena había obedecido perfectamente las indicaciones de su guía. Bruce llevaba cargando una de las cortinas del barco a manera de morral, en el que había guardado algunas ostras y algas en caso de que a la sirena le diese hambre. Afortunadamente el soldado había aprendido bien de Magnus el cómo orientarse con el norte y el sur, lo que les permitió avanzar más de prisa. Desgraciadamente eso no les impidió encontrarse con la densa oscuridad de las nubes de lluvia. Se acercaba una tormenta, una fuerte tormenta que les terminaría causando severos dolores de cabeza.
Los suaves vientos se convirtieron en vendavales y pronto las gotas se convirtieron en un feroz granizo que golpeó y destruyó muchas de las plantas y los árboles silvestres.
—¡Samira, tenemos que refugiarte en algún lugar! —Bruce trató de arrancar algunos troncos para hacer un refugio temporal, pero por desgracia, las ráfagas de viento resultaron más fuertes que su propia resistencia vampírica.
Algo dentro de él se estremeció cuando intentó envolver entre sus brazos a la sirena para protegerla, pues Samira estaba siendo sacudida por un fuerte escalofrío y una alta temperatura.
—¡Maldición!
—No es la lluvia —intentó decir, pero su boca estaba tan reseca que pronto sus labios y lengua comenzarían a partirse—. Es el hechizo de las Kilfadas.
—¿Las qué?
—Necesito agua de mar. Agua salada.
Bruce levantó su rostro hacia el cielo, abrió la boca y pudo sentir el sabor dulce de las gotas. Es verdad que el agua de las lluvias resultaba ser siempre dulce.
—Demonios, ¿qué hago?
—As… agas.
—¿Qué?
Las manos de la princesa fueron directamente al morral de bruce y hurgaron en su interior. Fue entonces que el vampiro comprendió que estaba buscando las algas de mar.
La princesa se las llevó a la boca, las masticó y tragó mientras el Cazador la seguía protegiendo con su cuerpo. Por fortuna Samira pudo ponerse de pie y seguir, al menos hasta conseguir un rápido refugio que la protegiera del granizo y el frío.
Los dos terminaron arrastrándose hasta el interior del bosque. Entre más avanzaban, a Bruce no dejaban de temblarle las piernas y las manos, pues era espantoso ver cómo cada árbol, cada tronco caído y cada roca parecían tener el mismo símbolo que encontraron en el barco. Al principio dijeron haber llegado a una isla de los Mares del Oeste, y aquello se los confirmó.
—Ya no puedo seguir.
—Vamos Samira, no puedo cargarte. Si lo hago no habrá nada que te cubra de estas horribles gotas de hielo. Tenemos que seguir.
—¿En dónde estamos?
Fue entonces que el vampiro percibió una suave brisa caliente. Aquello le llamó mucho la atención porque, en primera, todo el suelo a su alrededor estaba cubierto de montones y montones de hielo.
—Espera, siento algo —dijo él.
—Yo también lo siento. ¿Qué tal si se trata de una hoguera de los Ikarontes?
—O un incendio.
—¿Con esta lluvia?
—Tal vez lo ha provocado un rayo.
De pronto, un enorme relámpago pareció partir el cielo a la mitad e iluminó una gran parte de los árboles, permitiéndole a la sirena distinguir entre su mareo y debilidad, una formación alta y rocosa.
—¿Qué es eso? —Bruce entrecerró los ojos y entonces pudo verla. Era la pequeña entrada de una cueva.
El vampiro cogió a la princesa entre sus brazos y corrió los pocos metros que le quedaban para llegar. Una vez dentro, el Cazador de las Altas Mareas pudo sacudirse los incómodos granitos de hielo y recostar a la sirena sobre las rocas para que esta pudiera recuperar su temperatura. Aunque hasta cierto punto no hizo falta, pues aquel lugar desprendía un fuerte calor que terminó calentando sus cuerpos.
—Samira —Bruce la miró con preocupación—. Tengo que quitarte la ropa mojada o no tendrá caso permanecer aquí.
La sirena asintió. Con un debilitado gesto consiguió sentarse y recargar su espalda contra la pared de piedra para que Bruce pudiera retirarle el vestido. Pero entonces un sentimiento de preocupación nació de ella, sintió como la tela mojada iba abandonando su cuerpo y entonces aferró sus delgados dedos a ella.
Bruce se sintió azorado. Trató de relajarse y volvió a hablarle casi al oído.
—Samira, vas a congelarte si te dejo esto. Permite que el vapor de este lugar te envuelva y te prometo que no veré nada.
—No es eso —sus ojos, que en algún momento fueron negros, ahora eran grises.
—¿Entonces?
—El hechizo… —y cuando la joven soltó los brazos de Bruce, el vampiro pudo ver perfectamente cómo la forma de sus dedos habían dejado una huella de sangre.
Bruce la vio aterrorizado, le quitó la ropa y entonces contempló todo. Samira tenía enormes, largas y zigzagueantes heridas llenas de sangre que recorrían su espalda, sus piernas y sus brazos. Aquellas mismas heridas que ya le había visto antes, pero que pensó que habían sido causadas por los malos tratos de su látigo y los guardias que la sometieron.
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Editado: 07.05.2024