Hécate Magnus serpenteó entre los guardias que merodeaban cerca de los carruajes. Oculto debajo de su capucha negra, Hécate logró pasar desapercibido hasta que llegó a una de las carretas. El vampiro desenfundó una pequeña y sutil navaja que guardaba dentro de su bota derecha y se acercó a los sirenos, procurando que nadie más pudiese verlo. Uno de aquellos centinelas levantó la mirada al sentir una tenue brisa que pareció acariciarle el hombro.
—¿Qué…?
Magnus le sonrió mostrándole sus colmillos y le rebanó el cuello de una sola y limpia tajada. Después se lanzó sobre su compañero y luego sobre el tercero que con toda buena intención estaba dispuesto a rendirse. Qué mala suerte que la mano de Hécate fuese más rápida que nada.
Kazuko se lanzó sobre uno de los cuerpos y comenzó a desnudarlo para entregarle su uniforme a Celestia.
—Águila mayor, ¿estás preparada? —le preguntó Kiroto.
—Por supuesto —la reina les sonrió. Sus ojos eran negros como la noche, su sonrisa era afilada y su rostro brillaba con docenas de pequeñas escamas que Katrina le había prometido.
—No puedo hacer más —la wicca admiró su trabajo—. Mi magia no puede hacer cambios tan perfectos, pero al menos su parecido logrará que pase como una más de sus generales.
—Sin charlas ni admiraciones —exclamó Kariomel—. Andando, suban al carruaje antes de que alguien nos vea. Tenemos que continuar con el plan.
Los cinco cuerpos comenzaron a apretujarse en la incómoda y reducida carroza, escondiéndose detrás de los costales de armas y los barriles de pólvora y combustible.
—Katrina —Magnus se cubrió la nariz cuando el cabello de esta estuvo lo suficientemente cerca de él—, dime por favor que las sirenas y los tritones no podrán olfatearte.
Pero en respuesta, la wicca le sonrió mientras se removía su largo y precioso cabello negro para que el hedor de su magia le fuese todavía más insoportable.
—Magnus —le contestó con una sonrisa de sus labios negros—, las sirenas no tienen el mismo olfato que ustedes los vampiros. Pero no puedo asegurarte que no huelan a los cadáveres.
Kiroto y Kazuko contuvieron sus estallidos de risa, y antes de que Hécate pudiera decir algo más para defenderse o para molestar a la wicca, Celestia puso en marcha a los cuatro caballos que tiraban del pesadísimo carruaje.
—Identifíquese —ordenó uno de los centinelas, apenas consiguieron llegar a la barbacana.
—Traigo cargamento de pólvora y aceite —Celestia mantuvo su mirada firme. No titubeó y le mostró la placa que Kazuko había arrancado del uniforme del soldado muerto.
—Adelante. Entregadlos a los centinelas de la bodega.
—Sí, señor —la reina volvió a fustigar a los caballos y estos avanzaron alejándose de aquel desbordante peligro.
Durante su camino a través de la barbacana, Celestia levantó su mirada. Pasó justo debajo de la puerta enrejada y pudo ver el sorprendente acero macizo con el que estaba hecha. Eso y los terribles picos que se incrustaban en la tierra cada vez que esta caía para cerrarse. Estaba segura de que si alguien se encontraba debajo cuando esa cosa descendía, bien podría partirlo a la mitad.
La mujer siguió su camino, desvió el carruaje lejos de los guardias y le sorprendió saber que nadie le prestó atención por mucho ruido que los cascos hicieran. Ni siquiera las mujeres que llevaban sobre sus cabezas enormes canastos con plantas, algas y ostras recién recolectadas. ¿Acaso nadie estaba prestándole atención a lo que estaba sucediendo? ¿A nadie le importaba que hubiera guerra? Pero fue entonces que cayó en cuenta de la verdad. No todos los habitantes de Alta Marea estaban preocupados, porque ninguno de los cinco reinos había dirigido un ataque hacia ellos. Era Vallarte el que estaba mandando a sus soldados hacia las demás tierras para atacarlas y destrozarlas.
Las puertas traseras del carruaje crujieron, y todos los reyes se prepararon para lanzar sus ataques hacia el intruso. Sin embargo, una amplia sonrisa se les formó en sus pálidos rostros de miedo cuando vieron a Celestia, enfundada dentro de su traje militar robado, hacerles una seña con los dedos para que guardaran silencio y bajaran de la carroza.
—¿En dónde estamos? —la cuestionó Kazuko mientras le entregaba el cuerno de sus flechas.
—En la parte Este de la isla central. No alcen mucho la voz, tengo entendido que es por aquí que se encuentran los abrevaderos de los caballos.
—¿Tienen caballos? ¿No para eso tienen una aleta?
—Cierra la boca, Kazuko. Los caballos seguramente los han de utilizar solo para remolcar sus municiones.
—Lo que sea. Nunca me han agradado las sirenas.
—Señores, por favor concentraos en lo que nos interesa. Poneos sus capuchas y andando; hay que dividirnos —ordenó Kariomel.
Cada uno de ellos se marchó por su propio lado, pero fueron solo el rey Kazuko y el rey Kiroto los que más se preocuparon por no llamar la atención de ninguna sirena ni de ningún tritón. Las tonalidades de las sirenas en Alta Marean no iban más allá de la piel blanca y pálida, escamas celestes y hasta rosas aperlados que parecían brillar en la luz. En cambio, hay que recordar que ambos reyes presentaban un precioso color dorado.
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Editado: 07.05.2024