Muerte en el quirófano

PACIENTE 2

El día siguiente, unos rostros que jamás se habían aparecido siquiera por accidente, se asomaron a la vieja casa para dar el pésame. Se trataba de una pareja larguirucha, delgados como cables y con la piel tan estirada que carecía de vida; decían ser familiares lejanos de Carlo Cavalli. «Ah, ¡qué pronto se marchó!», dijo la mujer apenas los pies atravesaron el umbral de la puerta. «¡Ah, pobre hombre, con tanto por delante!»

—Por eso no hay que confiar en las mujeres —dijo quien se hizo llamar tía Luciana. Jamás la había visto en su vida, pero nada más fue ver a Serge para plantarle dos sonoros besos, uno en cada mejilla—. Vuelven un buen hombre un manojo de sentimientos y luego se marchan, destrozándolos, volviéndolos unos buenos para nada. ¡Ah, esa Renata!, ya sabía yo que no era de fiar.

Fátima tenía los ojos hinchados y bajo la tiesa sonrisa, todos los músculos le temblaban. Luciana Cavalli hizo el amago de querer avanzar más al interior de la propiedad; se le hacía extraña esa renuencia de la simplona criada a dejarle pasar. ¿No estaba amaestrada a seguir las órdenes de sus Señores?

—Muévete, niñata.

La joven apretó los labios, con la cabeza gacha y las uñas enterrándose en sus palmas.

—Lo siento, mi señora, pero no puedo hacer eso.

—¡Pero qué malcriada te tenía ese Carlo! —escupió el hombre, que al instante vio de reojo a su mujer, en busca de aprobación—. Ya está bueno, chica. 

Se mordió con fuerza el interior de las mejillas cuando las bruscas manos lograron moverla tras varios empujones hasta hacerla caer de espaldas.

—Ah, tú debes ser el Sergi, qué linda familia. —Pasó la mirada de arriba a abajo, con una mueca de claro disgusto adornándole la cara. —. ¿No lo llevó su madre consigo, muchacha?

—La Señora Renata falleció hace seis meses —contestó con la misma dureza. «Familia, dice ser». ¡Cómo quisiera hacer algo!; sin embargo, si en verdad tenía la sangre de sus Señores… Primero se apalearía ella misma antes que ponerle las manos encima. «Por más malvada que sea».

—Ah.

La sorpresa le duró menos de un segundo y llamó de inmediato a su pareja para inspeccionar la casa. «Entonces podemos pasar sin problema», resolvió en voz alta, saboreando sus propias palabras. Fátima inventó una excusa por cada metro que avanzaban, mas ninguna de sus advertencias era escuchada hasta que subieron los enormes escalones y se detuvieron frente a la habitación de la que se había adueñado tras la ausencia de los antiguos propietarios.

Un colchón vacío, las ventanas cerradas totalmente cubiertas con pesadas cortinas, el olor del miedo.

Ya no había escapatoria alguna.

—¡Yo no fui, lo juro! —A Serge se le escapó una minúscula sonrisa al escucharla—. ¡Por supuesto que no!

La tía Luciana y el esposo que traía por mascota palidecieron a medida que se acercaban al bulto cubierto con las sábanas de la destendida cama.

—¿Qué… es esto? —Luciana se acercó con la cautela de un viejo gato. Fátima, inmovilizada entre los brazos de otro visitante, solo podía gritar—. ¡Sujétala bien, Marcos! —Y luego añadió para sí—: Esa muchachita está como poseída.

Alargó la mano hasta la manta y al retirarla de golpe, el pequeño Martín le vio con una mueca de asombro en su rostro privado de vida y los ojos manchados por un rociado carmesí. Luciana soltó un chillido y se alejó tanto como pudo de la horripilante escena.

Casi se parte en dos cuando volvió a mirar a la criada de la casa, que le observaba con el mismo espanto en su semblante.

—¡Asesina!

—¡No!, ¡no, no fui yo! —Las palabras se le enredaban, agotadas por el llanto y los forcejeos entre ella y Marcos, que la sujetaba con más fuerza—. ¡Escúcheme, señora!

—¡Atrévete a decir algo más! —resopló con temor a acercarse. ¿Estaría armada? ¡Acababa de matar a un indefenso bebé!, ¿qué tan peligrosa podría ser?—. ¡Agárrala, Marcos!, llamaré a la policía. Esto es horripilante, horripilante, un pobre bebé. ¡Ah!, el retoño de mi hermano —farfullaba mientras se concentraba en desaparecer el temblor de las huesudas manos para poder marcar el número de los oficiales. Al primer tono contestaron—. ¡Ayúdeme!, ¡ayúdeme!, ¡la criada enloqueció y mató a mi pequeño sobrinito!

—¡No! —Trató de defenderse en vano a causa de la mano de Marcos.  «Ya vienen para acá, haz… algo», vociferó la voz de serpiente de Luciana, que se perdió al final en el instante en que sus ojos se posaron sobre uno de los trofeos que decoraba la mesa de noche a su lado. Las lágrimas se escaparon de los ojos de Fátima sin remedio. No entendía qué ocurría; ¿qué le había pasado al pobre Martín, si siempre se aseguró de acomodarlo de tal manera que no se quedar dormido en posiciones peligrosas? Sentía que la piel le ardía de la misma impotencia. Buscaba ayuda en Serge, pero el infante solo podía mirar la escena en silencio, confundido, mientras era resguardado del peligro.

¿Le harían algo a él? Volvió a verlo, preocupada por su seguridad. Lo único que quedaba del buen Carlo.

No. Serge no le quitaba los ojos de encima, con la boca hecha una sonrisa apretada.

—¡Fuerte, cariño!

Paff. Fátima cayó con un golpe seco, aturdida por el impacto. Poco a poco abrió los ojos; notaba la cabeza palpitarle, y la sangre manchó los dedos que se llevó a la frente donde más le escocía. «¿Qué…?», le costó hablar. ¿Qué había pasado?




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