Bip. Bip. Bip.
Reconoció el sonido de la máquina a su lado.
El pecho le dolía como jamás lo habría imaginado, la cabeza todavía le palpitaba aunque mucho menos que antes y el temor de que se le iba a explotar en cualquier instante había pasado.
Las imágenes eran borrosas y la oscuridad pretendía reclamarlo con cada parpadeo, pero la sensación de que lo habían desarmado y rearmado por completo le mantenía en el limbo entre la vigilia y el sueño.
Un largo tubo que salía de su boca le impedía el habla. Apenas podía mover los ojos y al dar un vistazo a medias del lugar donde se encontraba, descubrió aliviado de que era una sala distinta a cualquiera de las que pudiera haber en el hospital psiquiátrico. Lo custodiaban una decena de máquinas que se alzaban sobre él, llenas de cifras que no comprendía, pero distaban de cero.
Bip. Bip. Bip.
Una línea saltaba al compás del pitido del monitor.
«Estoy vivo».
Estaba seguro de que había escapado de «La Caja», tomado de la mano de muerte. Sin embargo, ahí estaba, con un dolor que le hacía desearla de nuevo, pero que agradecía tener.
Vivo. Libre, a salvo de ambos verdugos.
Una enfermera le daba la espalda mientras anotaba lo que la pantalla le mostraba. Le acompañaba un par de médicos con los que mantenía una conversación.
No estaba Haines entre ellos.
—Signos vitales en metas, no hay dificultad respiratoria —dijo el doctor más joven mientras le daba una ojeada a una pequeña libreta—. ¿Esperar a que recobre la conciencia?
—Correcto —respondió el viejo con voz rasposa. Dos bolsas hinchadas le oscurecían los ojos y bostezó antes de continuar—. Quédese con la jefe Donna y llámeme cuando lo haga. ¿Alguna vez ha extubado?
Apretó los labios y secó el sudor de las manos sobre la bata.
—No, doctor
—Revise la técnica, Pol.
El rostro del joven médico pareció rejuvenecer por la emoción cuando el otro atravesó la puerta y giró fuera de la vista de Serge.
—¿Jefe? —Pol le palmeó el hombro a la enfermera.
Donna le llegaba una palma por encima del ombligo a Pol. Serge supo por el tiempo que el novato lo pensó y el cuidado que tuvo al llamarla, que la enfermera debía tener un carácter de tomar con pinzas.
—Ajá, ahí escuché, doctor —le respondió con la mirada clavada sobre la carpeta con el expediente de Serge.
Pol titubeó una vez más.
—¿Con qué puedo ayudar?
Donna golpeó la mesa auxiliar con el folio y entre un resoplo se giró y echó el cuerpo hacia atrás para ver a Pol, con ambas manos sobre las caderas.
—Busca quién es el chico, hay un par de reportes de desaparecidos, mira si sus padres colgaron algún aviso. Si fuera nieto mío, estaría enloquecida desde la primera hora. —Luego volvió a su trabajo—. Comunícate con servicios sociales también. Solo por si acaso.
Pol anotó todo en la desgastada libreta.
—El doctor Lombardo dijo que estuviera pendiente…
Donna volvió a resoplar.
—Ya, como si no pudiera yo encargarme de eso. Mejor revisa la técnica que te mandó Giorgio, no quiero ningún error con mi paciente.
Serge escuchó los pasos de Pol alejarse justo cuando los ojos se le iban hacia arriba.
Bip. Bip. Bip.
En el último segundo volvió la vista hacia el monitor. «Vivo. Estoy vivo». Solo para comprobar que todo estuviera en orden.
Cuando recuperó la conciencia, encontró a Pol en una silla a su lado, dormido con la cabeza sobre el colchón y la baba bajándole hasta la mano que servía de almohada. Sin embargo, abrió los ojos de inmediato en cuanto Serge hizo un mínimo movimiento.
Por un instante se vieron en silencio, sin saber qué decir.
«Al menos me han ahorrado las molestias», pensó Serge. La idea del tubo que le ayudaba a respirar le dio gracia y tuvo el impulso de reírse, pero el dolor del pecho lo cambió por un quejido y Pol se desconectó del trance en que estaba.
—¡Doctor Lombardo!, ¡Jefe Donna!
La enfermera llegó antes de que terminara de llamarla.
De inmediato revisó la pantalla y el rostro alarmado se relajó al cerciorarse de que no había ningún peligro.
Fue la segunda persona con la que cruzó la mirada.
El rostro de Donna llenó todo su campo visual y Serge tembló, incapaz de predecir qué ocurriría ahora: comenzaba a detestar que tantas agujas le atravesaran la piel y le inyectaran a su antojo. La frente le brilló por decenas de diminutas gotas de sudor. En cualquier momento se asomaría el Dr. Hoffmann e incluso su tía, ¿por qué no?, y volverían a enredarse en el armario de al lado mientras los gorilas del psiquiátrico terminaban el trabajo por Haines.
Sin embargo, las marcadas facciones se suavizaron y Serge hizo el esfuerzo de tranquilizarse un poco.
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Editado: 13.06.2024