Muerte en el quirófano

[Entrada #1082]

[Entrada #1082]

Las cosas no resultaron como lo había planeado. Mi idea de ganarme su favor se vio entorpecida por los sucesos de la última vez que vi algo de luz a través de las ventanas; desde entonces, solo me queda el frío reflejo de la bombilla blanca sobre las paredes.

No he enloquecido por suerte. Mido el paso del tiempo a través de las comidas que traen. Cada cuarto plato indica un nuevo día. ¿Van noventa y cinco más, desde que volvieron a encerrarme aquí?

Al menos cuento con suficiente tiempo para recorrer con cuidado cada detalle del paquete con el nombre de mi madre. Si mi memoria no me falla, ¿podría ser real todo lo que está aquí dentro? Me rehúso a creer que ella veía en su hijo la asquerosa sombra de un monstruo.

Imposible.

Mamá nunca habría pensado eso.

Solo Luciana, tras la herencia de mi padre; o Haines, que actuaba según los deseos de esa bruja. Pudo haber copiado la letra de mamá o falsificar algunos exámenes.

Jamás recibí de ella la horrorizada mirada con la que Haines quiere engañarme.

He intentado de todo: golpeé las paredes y la puerta hasta que los nudillos me sangraron, y también dejé varios platos sin comer, a la espera de que se asomaran más por curiosidad que preocupación, para confirmar si seguía con vida. También grité. Demasiado.

Pero nadie respondió en estos meses, a pesar de que escucho cómo hablan al otro lado del muro; la risa de Haines, por encima de las demás voces, como si se burlara de mí, fácil, desde su cómoda posición.

La semana pasada alcancé a oír que era momento de ver si el tiempo en soledad me había enseñado modales. Hoy es la gran fecha, ¡nos volvemos a encontrar!

Ya descargué toda la energía que tenía retenida y procuré tener cuidado estos días. Ya me regresó la voz.

Por eso, justo cuando el Dr. Hoffman giró la perilla y se asomó con cuidado, precedido por un gorila, corrí hacia la vieja cama y oculté la agenda entre los papeles, todo bajo la dura almohada.

Me encontró sentado, de espaldas a la puerta, como si apenas acabara de percibir su presencia.

—Serge. ¿Cómo te sientes hoy? —dijo con recelo, a un metro de distancia de la salida.

Sonreí tal como he practicado desde que supe de la noticia y me salen lágrimas de los ojos, irritados por haber observado la luz directa antes de voltear.

Haines devolvió el gesto, con una expresión en el rostro que mezclaba satisfacción y confusión por partes iguales, y antes de que se decidiera por una de ellas, añadí:

—Muy bien, doctor. Me gustaría pedirle disculpas, por favor. Estaba tan alterado por todo lo que pasó…

Uno de los gorilas se inclinó y Haines le susurró algo al oído; de inmediato vino hacia mí, me tomó de un brazo y tiró de él. Lo hizo para probarme la diferencia de fuerza; sin embargo, dejé que terminara y él quedó perplejo.

Me mordí la lengua para evitar hablar y permanecí lo más quieto posible ante sus sacudidas.

—¿Por qué te estás disculpando?

—Por haber querido matarlo.

Haines se removió un poco en su silla de ruedas y pidió al gorila que lo acercara un par de metros.

La luz le cayó en el rostro como cera caliente y pronunció las arrugas en su piel.

Le quedaba poco.

Sus ojos quisieron escudriñarme por encima de los lentes; de seguro trataba de provocarme.

 —¿Todavía quieres matarme, Serge?

Sí.

Sí.

Sí.

—No, doctor.

Haines Hoffmann guardó silencio por un largo minuto al escuchar la respuesta y un segundo antes de haberme rendido, los labios dejaron entrever una cansada sonrisa que dirigió primero hacia mí y luego al guardia que le cuidaba.

—Llévalo arriba.

 




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