Muerte en el quirófano

PACIENTE 27

—Hay que volver. —Esta vez, Serge no se sorprendió con el olor a miedo que expedían sus palabras—. Rápido. 

Y Pol estaba más que de acuerdo.

No caminaban. Corrían.

¿Hacía cuánto se escapó?

Escapar.

Más bien había sido liberado.

Llegaron al ascensor e introdujo con torpeza la llave en la cerradura. Subir se le hizo eterno y cuando volvió a ver el panorama habitual del primer nivel del hospital, le incomodó la aparente calma que suscitaba.

Dio un respingo cuando Pol le tocó la espalda.

—Deberíamos dividirnos —dijo—. Para abarcar más terreno.

Por un lado, claro que tenía sentido… Pero por el otro, Serge entendía lo que implicaba estar confinado a esa habitación. No sabía si Pol tenía claro cuán peligroso podía ser ese muchacho si llegaba a armarse con algo lo suficientemente afilado… o letal.

Lo imaginó, escabullido entre los estantes altos de la farmacia, oculto por las lonas que utilizaban para cubrir las ventanas cuando cerraban. Sin embargo, temía más por su seguridad si Mattia lo encontraba junto a Pol y se daba cuenta de que aquel extraño que le liberó no era sino él.

Haines estaba a pocos metros de ese lugar. Y por ello, fue el primero que propuso.

—Iré a la izquierda. —Pol asintió y emprendió carrera hacia el lado contrario. Serge aspiró hondo el aroma a antiséptico del hospital y echó a correr también.

Mientras Mattia no lo reconociera como la persona detrás de todo, estaría bien.

Llegó en menos de un minuto a la oficina de Haines y suspiró cuando el pomo se sacudió al intentar abrir la puerta.

—¡Con cuidado que no es nuevo! —Escuchó que gritaban desde el interior.

Vigiló las esquinas y esperó a que Haines le dejara entrar e hizo acopio de la poca tranquilidad que le quedaba para no levantar sospechas.

Haines estaba bien.

—Muchacho, ¿pero qué pasó? —Sin duda alguna lo había descubierto—. ¿Está todo en orden?

Tendió la mano. «La llave».

Era demasiado astuto como para querer engañarlo y Serge se sintió un tonto por ello.

»Pero dime algo, no te quedes así parado. ¿Qué pasó? ¿Dónde está Pol?

El fin de todo. Adiós, futuro. Adiós, libertad.

Abrió la boca, indeciso de cómo comenzar su defensa. ¿Diría que fue Pol quien perdió el control sobre Mattia? ¿Confesaría que nunca alcanzaron a verlo?

—Dime cómo está… él, Serge.

Quizá si trataba de sortearlo, como si pasara por encima de la basura. Eso era, nada más. Una pequeña basura que se interponía en cómo debían ser las cosas; pero no podía agacharse a recogerla, porque ese simple acto lo delataría.

Sería su basura.

—No me mientas. —Y sus palabras fueron como una sentencia.

—Haines, yo…

Un grito que vino del exterior lo interrumpió. Algo se había caído con el sonido del cristal al romperse y de inmediato supo que provenía de la farmacia, por eso cuando salió de la oficina, con Haines detrás de él, esperó encontrarse con un Mattia cuyas manos estuvieran repletas de agujas llenas de ese maldito sedante. Puede que lograra dormir a uno o como mucho dos de los guardias, pero esos gorilas iban a cargar contra él y sería derribado. Si jugaba sus cartas de la manera correcta…

Sin embargo, el brillo del arma al que se aferraba era la larga hoja de veinte centímetros del cuchillo de la cocina.

—Hola, Haines —saludó Mattia con una sonrisa.

Estaba encorvado, con los hombros caídos. Para ese punto ya lo rodeaban cinco hombres el doble de altos que él, pero de cualquier manera más indefensos que Mattia, inestable como era, demasiado peligroso en aquel momento.

Quien había dado el grito de auxilio era una enfermera que estaba a sus pies. Tenía un corte profundo en la pantorrilla que le impedía ponerse de pie. Se arrastraba con las manos. Los brazos también estaban llenos de heridas que se había hecho al tratar de defenderse.

Aquello no era solo un vuelco en la paz del hospital mientras uno de sus pacientes escapaba. Mattia iba a matar a quien se pusiera en frente.

—Muchacho, por favor. Mattia —Haines llevó la silla de ruedas a la línea de fuego y pidió a uno de los gorilas que guardaran distancia. Serge quiso gritarle que no fuera idiota, que regresara a donde estuviera a salvo, pero lo conocía demasiado—. Piensa en lo que estás haciendo. Has hecho un enorme progreso, por favor, no cometas una locura.

Serge comenzó a jadear. Apenas podía respirar.

Se había acercado de a poco a Enzo, a quien había advertido en la pequeña multitud y él, comprendiendo la gravedad de la situación, le había dotado de la jeringa que Serge conocía bien. Una sola bastaba.

—¡No se acerque nadie porque la mato! Voy a irme de este lugar, ¡no me van a encerrar de nuevo! Ustedes no saben… ¡No lo saben!




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