—Doctor, buenas noches. Perdón que lo moleste… Sé que está muy tarde, pero de verdad es una urgencia. Acabo de llegar, no me he registrado, ayúdeme, por favor, por favor.
Serge se frotó el rostro y le hizo pasar. Era una mujer joven, supuso que casi tendrían la misma edad; el cabello le caía hasta la espalda en dorados bucles que le seguían cada movimiento. Era fácil notar el dolor en sus facciones y por la manera en que se sujetaba el abdomen crecido por el feto en su interior. Parecía estar pronta a dar a luz.
Una perversa idea se le pasó por la cabeza.
En cuanto la joven tomó asiento, él hizo lo mismo y tomó los documentos del consentimiento.
Al darle un nuevo vistazo a su paciente, un vago recuerdo le hizo girarse hacia ella y guardar los papeles en el cajón. Cruzó los brazos y se acomodó en el respaldo de su silla.
¿Cuánto tiempo tendría antes del parto?
La hizo pasar a la camilla para una rápida revisión. Mientras la recostaba, divisó el tarro de galletas a su alcance y se vio tentado a ofrecerle unas cuantas para después; sin embargo, cuando se inclinaba, la joven le jaló de la bata. Temblaba y dentro de poco la vencerían las lágrimas.
Tomó una de sus manos de la joven entre la suya y le dio un suave apretón para reconfortarla.
—Va a estar bien, señorita. Voy a mirar cómo está de dilatación. Si está lista, pasará a la sala de partos. ¿Me entendió? —preguntó en lo que se ponía unos guantes.
La joven asintió con los labios apretados en su lucha contra las contracciones. Serge se ubicó en medio de ambas piernas e introdujo un par de dedos dentro de ella; como lo suponía, no tardaría más de pocas horas en tener a su bebé en brazos.
»Ya está —dijo—. Le voy a tomar unos datos para registrarla y luego prepararé todo lo necesario.
Le ayudó a bajar y la guio hasta la silla de su escritorio.
»Muy bien, señorita. ¿Es la primera vez que consulta?, no recuerdo haberla visto antes. ¿Se acaba de mudar?
Ella torció el gesto al pretender responder con una sonrisa.
—No, nada de eso. Viví acá cuando era más joven.
Aquello captó la atención de Serge.
—Entonces se marchó. ¿Por qué? Es un buen lugar para vivir.
—Supongo que tiene razón… Quizá trataba de olvidar. —Se encogió de hombros—. Mis padres estuvieron de acuerdo, así que nos fuimos hace unos años.
Serge observó con detenimiento a la mujer frente a él. El corazón comenzaba a latirle más rápido y sentía que apenas podía respirar. Una extraña presión en el pecho le hacía removerse en su asiento y se sentía intranquilo.
—¿Problemas?
—Algo así. —Se apretó en un solitario abrazo. Evitaba el contacto visual y no despegaba la mirada de sus manos—. Perdí a alguien que quería mucho, pero pasó tanto tiempo y tantas cosas terribles, que ni mis padres ni yo nos lo pensamos dos veces antes de huir de esta ciudad. Yo… Lo único de lo que me arrepiento, es que en todo este tiempo no sé qué fue de él… Me dio tanto miedo volver, de solo pensar que…
—Sabe, señorita… —aclaró la voz antes de continuar. Ya entendía por qué aquella sensación de familiaridad. Jamás pensó que regresaría a él. La última vez que la vio había sido de espaldas a él, mientras corría de la casa de Fátima, y en ese momento Serge no tenía idea de lo que iba a pasar—, yo…
—No creí que volvería —Anna Conti le interrumpió—. ¿Puede creerlo, doctor? Pero mi esposo quería que nuestro pequeño conociera el lugar donde crecí… Dice que hablo muy poco de mi pasado y él no hace más que insistir… Si supiera lo entendería, es un buen hombre. De verdad.
—Ah —dijo mientras volvía a sentarse en su sitio. Agradeció que Anna estuviera tan concentrada en sus heridas que no lo descubrió cuando intentó acercársele—. Conque así son las cosas.
Claro, ¿qué más esperaba? Anna Conti estaba embarazada. Por supuesto que había un hombre a su lado. Y su rostro no era el mismo de hacía años; tenía las facciones más duras y debía arreglarse la barba. Cansado, ojeroso, con la ropa que vistió su padre… El milagro habría sido que lo reconociera.
Completó el papeleo en silencio. El amargo sabor de la derrota le asqueó cuando le pidió que se pusiera una bata y esperara para transportarla en camilla.
Guardó el tarro de galletas bajo llave.
—Ponte cómoda.
Anna se quejó sin prestarle atención y Serge empezó a correr hacia el quirófano donde recibía los bebés de vez en cuando. Después del viejo nadie había entrado y la sangre todavía goteaba desde la lona plástica en la que lo hizo recostar. Respiraba agitado y por la boca. La visión se le hacía borrosa cada vez más seguido y las ideas se le enredaban unas con otras.
Herramientas que jamás tendrían por qué estar ahí se encontraban apiladas dentro de una caja de madera rotulada como «Repuestos».
De una de las esquinas sobresalía ambos pies del hombre y no podía encargarse ahora de aquel desastre: Anna lo necesitaba; si la dejaba sola se arriesgaba a que le sucediera algo en el proceso y si eso ocurría, ¿se lo podría perdonar?
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Editado: 13.06.2024