El aliento de Serge creó pequeñas nubes cálidas al exhalar. Llevaba consigo encima del traje oscuro, una gabardina hasta las rodillas para cubrirse de la fría noche. Se lamentó haber dejado el paraguas en el hospital por si volvía a llover; los árboles a los lados de la calle desprendían un atractivo aroma a tierra mojada, pero no podía disfrutarlo como le hubiera gustado: el agua haría que la tierra pesara más y dejaría evidencia tras de sí.
El taxi que le trajo se había estacionado varios minutos antes en una casa desconocida y el resto del camino lo había hecho a pie, mientras abandonaba los familiares edificios y las viviendas se volvían cada vez más dispersas y la madera reemplazaba el ladrillo y la piedra.
La enorme maleta que arrastraba a su lado le entorpecía al andar y el viento que se colaba en el interior de su ropa le hacía detenerse para sujetarse las prendas. El asfalto se perdió en un momento y la gravilla húmeda crujió bajo sus pies cuando se desvió hacia un terreno baldío que se abría en su interior como una gigantesca gota donde el paisaje se agrupaba de nuevo al fondo, con techos improvisados con lonas y tiendas de campaña clavadas al suelo con varillas de metal.
Apretó el agarre sobre la manija de su maletín y respiró hondo antes de dar el primer paso; debía esquivar a varios hombres y mujeres que dormían a los lados del camino, y a los cuales veía hasta que se encontraba casi sobre ellos. Varios despertaban por el ruido de la gravilla y le veían de arriba abajo. Metió la mano en el bolsillo y acarició el mango del bisturí, cálido por el calor que emanaba bajo el abrigo. Una oleada de emoción le erizó el vello de la nuca ante la expectativa: haría uso de él esa noche.
La naranja luz de una de las pocas farolas que todavía servían iluminó los ojos de una señora, que tendida en el suelo, le agarró la cola de la gabardina.
Extendió la mano en dirección a Serge y clavó una mirada más fría que el invernal viento de inicio de año. Los dedos, huesudos y llenos de úlceras, desprendían el aroma de la carne que se descompone. El cabello, ralo y quebradizo, estaba amarrado en un rollo que le caía por detrás; el resto de la piel tenía manchas por el sol y quemaduras recientes que no habían sido tratadas y dejarían terribles cicatrices.
Serge sacó un par de guantes de cuero y se los puso antes de ponerse de cuclillas frente a la mujer y darle una moneda; rondaría por los treinta años, pero la enfermedad se había alimentado de su juventud durante años. Estimó que le quedaría poco tiempo.
—Que Dios la bendiga
La mujer inclinó la cabeza en señal de gratitud.
—Pocos se atreven a venir por aquí.
—Me han informado del peligro —respondió Serge desde lo alto.
La mujer se sujetó de un cubo de basura para ponerse en pie y señaló el punto por el que él había venido.
—Si es inteligente, regresará. Ni siquiera la policía tiene poder por esta zona.
Ladeó la cabeza, intrigado. No solía tener una estrecha relación con la población de donde provenía la mayoría de sus pacientes, pero sabía de primera mano que las inclemencias del sol y la lluvia les hacían crear corazas que los encerraban a sí mismos de las demás personas, en especial de los foráneos de su árido territorio.
—Soy médico —dijo mientras le tomaba ambas manos—. Estoy aquí para ayudar.
Al oír aquellas palabras, la mujer primero frunció el ceño y escudriñó las prendas hasta reparar en lo que cargaba y señaló con un dedo que era más hueso que carne.
—¿Qué trae ahí?
Serge observó de reojo su maletín de cuero y carraspeó la garganta. Bajo unos pocos instrumentos médicos, cubiertos dentro de una toalla, tenía el resto de sus herramientas: algunos cuchillos, cinta, varios metros de soga, algunos sedantes fuertes; un set de agujas y jeringas, y una pala de jardín.
—Es mi equipo —respondió con cautela. Y para darle más tranquilidad, abrió el maletín lo justo para sacar de él su fonendo y unas gasas sueltas—. Organizo una campaña de salud a sectores menos beneficiados. Sé lo difícil que es abandonar esta zona, por eso decidí venir en persona. Tratar heridas, vacunas, un chequeo de rutina usual.
La señora alzó ambas cejas y le soltó del brazo; Serge se preguntó en qué momento le había agarrado y un diminuto destello en la mano libre de la mujer le indicó recordó que no era su terreno y que esa gente no eran sus pacientes vulnerables y enfermos sobre los que él tenía la ventaja.
Estuvo preparado para la siguiente pregunta: «¿A esta hora?», y recreó los gestos que había practicado de camino desde la mañana.
—Entiendo su desconcierto, pero es el único momento que tengo disponible, el resto del tiempo estoy en el hospital.
—Ya, bueno, sí tiene la cara de un médico. Y las cosas. —Se encogió de hombros y bostezó. Con la boca abierta, Serge se percató de que a su dentadura le hacían falta al menos unas cinco piezas.
Serge sonrió y le dio las gracias. Le preguntó de inmediato el nombre: Cecilia. Respecto al apellido decidió callar y Serge hizo lo mismo, agradecido por haberse librado del interrogatorio.
—¿Dónde sería el mejor lugar para ubicarme? Planeo quedarme unas cuantas horas por la mañana.
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Editado: 13.06.2024