Lily.
La sala de espera nunca me ha parecido tan mala. Quiero decir, ya era mala cuando estaba del otro lado, esperando visitas que nunca llegarían. Pero ahora es francamente peor.
La silla se siente extrañamente incómoda, con el metal clavándoseme en el trasero sin tregua. La luz blanca de las lámparas parpadea cada dos minutos, como si quisiera mantenerme despierta.
No tengo problema con eso.
No cuando lo único que quiero hacer es largarme de aquí.
El timbre suena, estridente y chillón. Justo igual que siempre. Ojalá las cosas no cambiaran nunca. Ojalá pudiese desterrar de mi vida todo aquello que no tolero, pero soy muy consciente de que estas cartas son las que me tocaron, y que haga lo que haga, no podría cambiarlas.
Las guardias patrullan el salón como si de repente todas las presas y los visitantes estuviésemos pensando en organizar un complot para liberarlas. Su botas suenan contra el suelo, blanco y pulido, y sus armas cuelgan de sus manos como si fueran juguetes.
Las reconozco, pero pensar en eso no me ayuda a permanecer en la silla.
La espera entre el tiempo que tardan las puertas de las celdas en ser abiertas y el camino de las presas hasta aquí, jamás me había parecido tan largo.
Pero luego la veo, con el rostro desilusionado al notar que su visita no es quien ella espera.
―¿Dónde están los niños? ―Clarissa pregunta sin molestarse con saludos, se sienta al otro lado de la mesa y me examina con tranquilidad fingida.
Me encojo de hombros―. No lo sé ―respondo, vigilando sus reacciones.
La alarma se hace presente en sus ojos―. ¿Qué quieres decir? ―inquiere―. ¿Ellos están bien?
―No lo sé ―repito, sin importarme realmente.
Es así, y no tiene caso negármelo.
―¿Qué pasa?
Su pregunta ya no es pasiva porque ya se ha dado cuenta de mi expresión.
―¿Por qué me ayudaste? ―cuestiono, con el rostro serio y vacío.
Ella se lo piensa un poco―. Porque lo necesitabas.
Me rio, pero ella puede ver que no hay alegría en el sonido―. ¿Así que no fue más que una acción de una buena samaritana?
Clarissa aprieta los dientes. Sin apreciar mi sarcasmo, aparentemente―. Es la verdad ―replica.
No obstante, yo la conozco, y ella no puede mentirme.
―Vamos a evitar la parte donde intentas convencerme de que mi padre no tuvo nada que ver en esto ―alego, percibiendo cómo contiene el aliento al escucharme―. O debería decir, ¿tu pareja?
Se paraliza por completo.
―¿De qué hablas?
―No juegues conmigo ―exijo―. Al menos ten la maldita decencia de ser honesta.
Ella suelta un suspiro pausado, y ahí, en sus ojos oscuros, puedo ver que la tengo.
―Conocí a Diego hace tiempo.
―Renunciado a los nombres falsos ―la interrumpo―. Bien.
―Estaba en una situación muy mala, y él…
Le hago un gesto despectivo con mi mano―. Ya, conozco la historia. No necesito oírla de nuevo. Ve al grano.
―Tienes que entenderlo, Lily ―su voz es suave y tranquila, como si quisiera mantenerme apaciguada, igual que a un caballo inestable―. Cuando me metieron a la cárcel, él ya llevaba un tiempo con nosotros, y los niños ya lo consideraban su padre, él solo lo aceptó y se quedó.
―Eso no fue lo que pregunté ―digo, forzando una mueca desinteresada en mi rostro―. No me importa la relación que él tenga con tus hijos.
Clarissa se estremece como si le hubiese caído un cubo de agua fría en el cuerpo. Me asesina con la mirada, porque ha notado que realmente no me interesa su situación familiar. Ya no.
―Cuando Diego supo lo que había pasado con tu tío, él vino y me suplicó que te vigilara ―dice, relatando en una voz fría e impersonal―. Estaba desecho, se sentía como escoria y te cuidó de la única forma que pudo.
Sus palabras me matan.
Todo este tiempo pensé que estaba devolviéndole al mundo algo de la bondad que me mostró cuando estaba encerrada. Pensaba que de alguna forma, Dios no se había olvidado de mí.
El saber que mi padre tuvo todo que ver con ello me enferma, porque ahora tengo una deuda con él.
―Te encontré ―Clarissa declara―. No fue difícil, te pareces tanto a él que solo tuve que echarte un vistazo para saberlo. Estabas sola y perdida, destruyéndote a ti misma sin pensarlo siquiera.